Nota:   Germán Pitta  – Montevideo   – Uruguay

Hace unas décadas, Laurie Anderson, cantante y performer estadounidense, sorprendía a sus compatriotas con su tema “Language is a virus” (1). La canción era una especie de homenaje a William S. Burroughs (2), novelista beat que ya había descubierto un virus no reconocido en el lenguaje. La afirmación del novelista resulta escalofriante porque instala el horror en el lugar menos pensado, aquel ocupado por el lenguaje; como si éste fuese un espacio habitado por otro tipo de fuerzas. Para el novelista estadounidense, el sujeto se encuentra inmerso en procesos de contagio: la subjetividad es pensada a partir de esos procesos y el lenguaje ocuparía una función importante, como una naturaleza intoxicada.

Todo sistema viral está apto para producir réplicas de sí mismo en otros cuerpos. El virus del lenguaje se vuelve replicante a la vez que invasivo. Y en un pasaje que parece imitar cierta forma de la ciencia ficción, el mismo novelista nos recuerda que “el lenguaje es un virus del espacio exterior”. Y este virus no ha sido creado por el hombre, sino que vive, como un parásito, dentro de él; un ente no viviente que usurpa las características de la vida. La condición vírica de lenguaje da forma a su propia narrativa, basada en el desmembramiento y el caos, pero fuera de ella, el autor percibió que esta misma naturaleza impregnaba el lenguaje de la comunicación. La palabra comunicación proviene del latín, y el verbo latino communicare remite a otro término latino, communis, que significa común, público. Y así desembocamos en la comunidad, esa exterioridad del sujeto, que se le impone a éste y lo aleja de lo propio. Por lo general, se tiende a pensar que la comunidad pertenece a la res pública, como si todos fuésemos dueños de eso que, por comodidad, llamamos “común”, “colectivo”, etc. Lo común en Aristóteles, aquello que permitía la existencia de la polis, la ciudad, era justamente la palabra, para la cual los antiguos griegos habían utilizado el término logos y pensado al hombre como “animal político” o, en su forma más silvestre, “animal racional”. Otra vez, la posibilidad de lo humano está basada en el logos, en el lenguaje, la palabra, esa exterioridad que nos ordena y nos aleja de un caos originario (justamente aquel al que Burroughs pretende dirigirse con su obra). 

El lenguaje es un virus, y ahora podremos agregar, es un virus que proviene de un espacio exterior, y ese espacio no es otro que la comunidad: lo común es ese cuerpo extraño, no viviente. Desde la cultura analógica de los años setenta, Burroughs estuvo empecinado en liberar el virus de la palabra y provocar el caos. Intentó hacerlo con su ensayo La revolución electrónica, un libro experimental en el que, a través de la mezcla de sexualidad con transmisiones electromagnéticas, mención de pantallas, audios, entretenimiento, etc., sin darse cuenta, estaba anunciando las tecnologías digitales de nuestro presente. La tecnología, así mixturada, era la posibilidad para liberación del virus del lenguaje. 

Más de treinta años después, tanto Uruguay como el resto del mundo vienen luchando con el COVID 19, virus devenido pandemia, originado en una exótica Wuhan. También desde hace un buen tiempo, las personas vienen conviviendo con el lenguaje de la pandemia, ese otro virus gestionado por la tecnología informativa que previamente era pensada como una vertiente liberadora. Porque en este caso, el lenguaje ya no es sólo palabra, el logos aristotélico de la política, ahora también es información, esa vuelta de tuerca al lenguaje que le debemos, justamente, a la revolución electrónica, la innovación informática, también llamada “digital”. Byung Chul-Han afirma que la información nos convierte en fantasmas digitales: “La comunicación digital no sólo asume forma de espectro, sino también de virus” (3). Desde otro ángulo, el filósofo surcoreano recupera lo no viviente del virus en el contexto de digitalismo avanzado, virus mucho más peligroso que sus manifestaciones anteriores, porque, en este caso, contagio y comunicación celebran una nueva alianza que resulta más letal por ser más fluida y vertiginosa.

Bien pudiera decirse que la comunicación es la continuación pandemia por otros medios, incluso, evocando la ya fosilizada metáfora de la guerra que algún medio todavía se empecina en utilizar. Desde esta metáfora, el virus se presenta bajo la forma de un asedio, con la única diferencia que los muros de la ciudad son ahora las paredes de nuestras casas. Quizás eso justifique la consigna “Quedate en casa”, porque el ariete viral no podrá derribar nuestro castillo burgués.

Pero en esta inusual épica los soldados son médicos y políticos, enfrascados en otro combate, sin armas, tratando de que no se deshilache la narrativa de responsabilidad cívica, tejida como una telaraña en torno a esos televidentes que, día a día, siguen los capítulos de esta entrega informativa. Entre mesetas, curvas y picos, el modelo del buen ciudadano, dócil y solidario, se recorta de ese otro fondo oscuro de bacantes cuyo paseo indolente por la rambla se ve como un insulto, un agravio a las buenas costumbres sanitarias. El parque o la rambla se han transformado en los márgenes transitorios de una ciudad donde yacen los condenados, los que no logran ser admitidos dentro de ese neopuritanismo discurso bienpensante. Incluso, el ojo policial del comunicador no duda en estigmatizarlos, como si la cámara de pronto se obstinara en marcar la diferencia entre los civilizados domésticos y los bárbaros paseantes. 

Otras veces, la narrativa mediática (4), menos inquisidora, endulza nuestros oídos con spots publicitarios protagonizados por figuras periodísticas y del deporte. Y entonces, el canto a la solidaridad se traviste en una burda épica futbolera, para recordarnos de paso que el Estado-nación sigue vivito y coleando, aunque su único espacio soberano sea el césped de un estadio. Por un instante, entonces, esa necrológica cotidiana, que en los viejos tiempos tenía escasos lectores, da paso a esa otra festividad, ésta sí un poco más civilizada, que nos recuerda como una plegaria profana que “este partido lo ganamos entre todos”. 

En los últimos días, una variante de esta épica exhortaba el uso del tapaboca a través de imágenes que evocan los triunfos deportivos más importantes de los últimos años. Desde los gritos de gol de Suárez, Cavani, Muslera, las victorias en el basquetbol, la medalla de plata de Milton Wynants, aderezados por el grisáceo Maracanazo, se nos recuerda que, en otros momentos, nosotros les tapamos la boca a los demás, pero que ahora es el momento de que nosotros hagamos lo propio. De pronto, por arte de magia, el tapaboca, ese aséptico objeto médico, se convierte ahora en objeto de un relato heroico. En ese curioso desplazamiento de la medicina al fútbol, el tapaboca se convierte en una especie de fetiche discontinuo que conecta con una historia, un pasado glorioso. Incluso, el spot llega a sugerirle al espectador la posibilidad de comprar un tapaboca con los colores de su equipo deportivo: “hace tapabocas con tus colores”, dice el spot, hacia el final de su narración. En torno al fútbol, siempre existió una narrativa de la nación entendida como una mitología heroica (5), pero el spot publicitario retuerce esa mitología originaria, invitándonos a cubrirnos la boca con los colores de los clubes, otrora exitosos. El tapabocas no deja de ser una especie de mordaza que impone silencio, que impide reconocer a la persona a través de su gestualidad, su sonrisa, pero fundamentalmente impone un silencio del decir. En este baile de disfraces pandémico, inmunológico, el tapaboca convertido en fetiche futbolero nos silencia, pero, al mismo tiempo, nos dice. Cuando uno entra a la página de la SENADE (6), un breve escrito anuncia y explica el spot, presentado como un homenaje a nuestros deportistas y como una invitación a nosotros. Ya el orden de la presentación establece una especie de jerarquía que antepone lo colectivo, la fuerza de lo comunitario hundiendo sus raíces en ese sustrato heroico, dejando para el final la exhortación, disfrazada de invitación, porque, en definitiva todo transcurre en un clima festivo, de jolgorio popular en el que el grito se desvanece, la voz de una jauría enloquecida transmutada en un silencio ceremonial. Cubrir la boca con los colores distintivos de un cuadro de fútbol es lo más parecido a colocar una lápida con una inscripción, donde la retórica de un homenaje eclipsa una voz y un lenguaje parasitario se va apropiando de un cuerpo. El lenguaje es un virus, una máquina de escribir retrospectiva del discurso político inmunológico: inmunizar, entonces, también significa inscribir ese cuerpo dentro de una tradición. 

Como si fuesen ventanas de Windows que se abren continuamente, la narrativa mediática apela a toda una reserva de relatos de la nacionalidad. Así, la llegada de la diáspora uruguaya, la atención a los turistas de un crucero –los nuevos exiliados de la pandemia-, van conformando los capítulos de la vasta historia de la solidaridad uruguaya. El discurso de la hospitalidad, recuperado por comunicadores y políticos, también vuelve para taparnos la boca.

Tal parece que las narrativas mediáticas reescriben el vetusto paradigma inmunológico, pero a la uruguaya, conjurando al enemigo (invisible, según Trump) con las vallas del lenguaje. Y es que el lenguaje informativo, extraña alucinación consensual, nos hace atravesar ese espejo de Alicia para reencontrarnos con Humpty Dumpty, travieso y hosco personaje que enseñara a la propia Alicia que “las palabras significan lo que yo quiero que signifiquen” (7). Como ese juego infantil, la pandemia significa una “nueva normalidad”, esa narrativa del simulacro comunicativo, porque en los tiempos que corren, el simulacro sólo puede ser consumido como una narrativa.

La “nueva normalidad” es la nueva virtualidad, que ya no necesita de ningún auxilio informático, porque, en definitiva, ya estamos del otro lado del espejo, virtualizados en una transparencia comunicacional que, cotidianamente, nos vacía y se vacía a sí misma en un añejo ritual celebratorio de civilidad. La pandemia y su lenguaje nos han metido en este parque humano, pastoreándonos en una planicie de letalidad y enfermedad que todavía no se reconoce en ninguna metáfora (8). A falta de bálsamos eficaces, buenos son los relatos, ese primitivo recurso que garantizaba una continuidad, un sentido de pertenencia a una comunidad que giraba en torno a sí misma, al calor de la palabra. Y es que la oralidad no percibe el transcurrir del tiempo, porque la palabra lo congela en un presente que se vive como perpetuo, a salvo del cambio y la contingencia. Pero las nuevas formas de oralidad (la radio, la televisión, internet) presentan la peste como una narración, repetitiva pero desacompasada, que habla de un presente donde el sentido comunitario se vive, paradójicamente, como un aislamiento, con seres fantasmales, cubiertos de antifaces que no son otra cosa que retazos de una tradición. 

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NOTAS

  1. 1- Laurie Anderson (1947) es una cantante, poeta, dibujante y performer estadounidense. Su trabajo está enfocado a una crítica radical al lenguaje, la política norteamericana, el rol de los sexos y la cultura occidental. 
  2. 2- William Bourrroughs (1914-1997) es un escritor, artista visual, ensayista estadounidense, figura relevante de la Generación Beat.  
  3. 3- Byung-Chul Han. En el enjambre. Barcelona: Editorial Herder, 2014.
  4. 4- Rincón, Omar. Narrativas mediáticas o como se cuenta la sociedad del entretenimiento. Barcelona: Gedisa, 2006.
  5. 5- Alabarces, Pablo. Fútbol y patria. El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2002.

6- #Usá tapabocas. Spot publicitario de SENADE (Secretaria Nacional del Deporte. Presidencia de la República).

Foto: dhgate.com Frozenkingdom

Los articulos del diario La Humanidad son expresamente responsabilidad del o los periodistas que los escriben.

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