Radiografía sentimental del chavismo (IX): Duelo
Nota: Reinaldo Antonio Iturriza López, sociólogo y escritor, periodista – Venezuela
Dejarlo ir a Chávez significa que la rebelión debe continuar o, en el caso de quienes se sienten perdidos, debe comenzar de nuevo
No hay manera amable de plantear este asunto. Tal vez por eso decidí que lo mejor sería citar de entrada algo que escribió una amiga, Mine Saravia, el 1 de diciembre de 2018.
Mine comenzaba por referirse a la desilusión de tanta gente cercana, no con el Gobierno, sino con la revolución, que a veces se funden en uno solo, pero que son cosas muy distintas. Es un tema difícil, espinoso, porque es imposible no herir susceptibilidades, y atravesamos por un momento en que las pasiones tristes están a flor de piel.
Razones para estar molestos hay muchas. Mine enumeraba varias de ellas, y en este punto era muy enfática: al respecto no hay discusión que valga. Sin duda alguna hay muchas razones para estar molestos. Pero lo que hace la diferencia es la manera como decidimos lidiar con los problemas: “No es que me desilusioné… pero voy a seguir dando la lucha por mi lado, con los míos, en mi barrio… con el pueblo… No. Es que ya no quiero nada con nadie… y ahora no ayudo a nadie, y ahora no creo en nadie”, escribía, sin ocultar su desazón.
Por tal motivo, seguía Mine, “también estoy molesta con mi pueblo”, con esa “gente que decidió vivir literalmente de estafar a los otros”, pero no es capaz de organizarse para “sembrar” o para “formar un consejo comunal”, entre tantas otras cosas que es posible y necesario hacer.
A esa gente, Mine les interpelaba con dureza: “No te aferres a Chávez. Chávez ya se murió. Y quizá sea tiempo de dejarlo ir. Porque… pareciera que nos aferramos a él como ese salvador eterno que nos sacó de lo malo y nos llevó a un lugar mejor, y… ahora que él no está solo podemos, como a Jesucristo, rezarle y esperar lo mejor, mientras en la práctica no hacemos nada. Chávez no fue Jesús. Chávez no es una religión. Chávez es, debe ser, una semilla… Que no sea el salvador al que le pedimos, sino que sea la semilla que nace en nosotros para movernos, para ser mejores, para vivir la revolución día a día en nuestras vidas… Claro que sí se puede. Se puede ser solidario… empezando por ese pequeño país que son nuestros hogares, podemos ser también semilla en nuestros hijos, familiares, amigos”.
Tiene razón Mine: es como si tras la ausencia física del hombre divinizado, muchos de nosotros estuviéramos condenados a actuar como humanos, demasiado humanos, y a darle rienda suelta a lo peor de nosotros mismos. Luego elevamos nuestras plegarias, acaso para quedar libres de pecados momentáneamente, nos lamentamos por la irreparable pérdida del salvador, maldecimos a los falsos ídolos que ya no son capaces de hacer milagros, y de nuevo a sacar ventaja del otro en el infierno de la vida cotidiana, a caminar en círculos, encolerizados y enajenados, como si no tuviéramos libre albedrío.
¿Qué tipo de vida es esa? Una que no es digna de ser vivida. Es cierto, no tenemos más alternativas, solo una: sacudirnos esa idea de que fuerzas tan poderosas que parece que no son de este mundo nos obligan a purgar esa condena.
Chávez, el ser humano de carne y hueso, murió. Y si antes no pudimos vivir nuestro duelo, ha llegado el momento de hacerlo.
Dejarlo ir a Chávez, vivir nuestro duelo, no significa que Chávez deje de estar entre nosotros o que la rebelión popular terminó. Al contrario, significa que la rebelión debe continuar o, en el caso de quienes se sienten perdidos, debe comenzar de nuevo.
Y para comenzar de nuevo es preciso quemar los altares. No se malinterprete: puede que Chávez se haya ganado un lugar en la Corte de los Libertadores. No se trata de ir en contra de la religiosidad popular.
Quemar los altares quiere decir destruir todo lo que pueda separarnos del hombre que vivió y murió por la causa popular. Destruir el lugar imaginario donde reposan las figuras que solo pueden ser adoradas si están arriba, muy arriba, inalcanzables, inaccesibles, o que nos obligan a hincarnos de rodillas.
Quemar los altares significa dejar de creer en el hombre idealizado cuyo ejemplo es imposible de seguir, y creer en los hombres y mujeres del pueblo que sirvieron de ejemplo e hicieron posible a Hugo Chávez. Significa que si nos vamos a poner de rodillas, solo será para arrancar la mala hierba y sembrar la semilla, como escribía Mine, para preñar la tierra.
Porque es en esta tierra donde tendremos que continuar o comenzar de nuevo la rebelión popular, y si para ello es preciso organizarla también en el cielo, pues tendremos que hacerlo.
Algo que he aprendido trabajando la tierra es que la hierba mala no se arranca de una vez, formando con el cuerpo un ángulo de noventa grados en relación con el suelo, tirando hacia arriba, aplicando la pura fuerza bruta. Para arrancarla de raíz hay que halarla de lado, administrando la fuerza con inteligencia, haciendo movimientos ondulares, casi a ras de suelo, una y otra vez, hasta que cede.
A estas alturas no estoy seguro de qué celebré más: regar la tierra de semillas, ver el maíz crecer, cosechar o aprender a arrancar la mala hierba. Es completamente falso, dicho sea de paso, aquello de que la hierba mala nunca muere. Porque muere, pero cómo da trabajo.
La mala hierba es una forma de vida que obstaculiza la vida. Como el desaliento. Por eso es que cuando uno se dispone a arrancarla, está lidiando con un asunto de vida o muerte.
Algo similar ocurre con el duelo: la mala hierba es como la vida mala, esa que vivimos cuando no somos capaces de lidiar con la muerte. Si el duelo es esa circunstancia que nos obliga a aceptar nuestra finitud y la de los nuestros, también nos enseña que luego de la muerte la vida continua, como habrá de continuar cuando ya no estemos.
Luego del duelo, ¿qué queda? Sembrar. Aferrarnos a la muy profana certeza: el principio y el final es la rebelión popular.
Foto: Reuters
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