Medios de comunicación, rusofobia y propaganda: la traición del periodismo a la democracia

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Lo que en teoría debía ser un servicio público y una herramienta de crítica ciudadana se ha transformado, a lo largo del conflicto en Ucrania, en un sistema de transmisión casi mecánica del relato oficial promovido por la OTAN y sus satélites.

Nota: Diario La Humanidad  Alfonso Ossandón – Corresponsalía Milano- Italia

A estas alturas de 2025, lo que observamos no es solo una deformación informativa; es una ingeniería narrativa sofisticada que ha instalado la rusofobia como sentido común en las audiencias, desde Washington hasta Santiago de Chile.

En Chile, país con una tradición televisiva altamente centralizada y con audiencias especialmente sensibles a las imágenes televisadas del mundo, la cobertura del conflicto ha seguido paso a paso los moldes propagandísticos de Europa y Estados Unidos.

Durante los primeros meses de la llamada «operación militar especial» lanzada por Rusia, no hubo medio chileno que no enviara equipos a la frontera ucraniana. Canal 13, Mega, Chilevisión: todos despachaban en tono épico, emotivo, con música de fondo y dramatizaciones visuales. Era el apogeo del corresponsal como espectáculo, tal como lo describió a inicios del conflicto Javier Valenzuela: no como testigo de una tragedia humana compleja, sino como actor central de un libreto diseñado para reforzar la emotividad superficial y la lógica binaria del bien contra el mal.

Esa teatralización mediática operó como un dispositivo de legitimación narrativa. Nada se dijo entonces —ni ahora— de los acuerdos de paz alcanzados en Turquía entre Rusia y Ucrania, posteriormente anulados a instancias del Reino Unido. Nada se explicó sobre los intereses geopolíticos de Londres y Washington en mantener viva la guerra. El periodismo se limitó a obedecer, subordinándose por completo a lo que vomitaban las agencias occidentales, mientras se consolidaba una rusofobia transversal que alcanzó incluso expresiones culturales: en América Latina se suspendieron conciertos de músicos rusos, se vetaron obras de ballet y se eliminaron autores de bibliotecas públicas.

La rusofobia, fabricada con precisión semiótica por los centros mediáticos de poder —DW, BBC, France 24, Euronews, RTVE, entre otros—, se consolidó no solo como una respuesta al conflicto en Ucrania, sino como una estrategia discursiva para consolidar la hegemonía narrativa atlántica en todas las esferas. Así como se deshumanizó a Rusia, también se acalló todo cuestionamiento al poder real en Europa y Estados Unidos.

Y aquí entra uno de los capítulos más oscuros que los grandes medios aún no se atreven a abordar con el mismo entusiasmo con que cubrieron la guerra: los contratos de vacunas firmados por la Comisión Europea, y particularmente por Ursula von der Leyen, con las grandes farmacéuticas, en condiciones de opacidad absoluta, sin licitación pública y con cláusulas blindadas que ahora están siendo investigadas por tribunales europeos. Un escándalo que no solo es financiero: el costo en vidas humanas asociado a efectos adversos graves y muertes por vacunación, minimizados o silenciados, es ya parte de un genocidio pasivo —silencioso, pero no menos trágico— que se cocina dentro de las fronteras europeas.

Mientras la prensa construía monstruos fuera de casa, callaba ante los muertos propios. Se amplificaban las bajas en Ucrania, se censuraban dudas científicas, se ridiculizaba cualquier crítica a los protocolos sanitarios impuestos, y se estigmatizaba toda resistencia como conspiracionismo o extremismo. En paralelo, los mismos medios que presentaban a Putin como la encarnación del mal, protegían a Von der Leyen de rendir cuentas, aunque la justicia europea empieza a tirar del hilo.

La pregunta que se impone es: ¿cómo cubrirán los medios estas revelaciones cuando la verdad sea ya inocultable?

¿Qué relato construirán frente a un genocidio sin balas, pero con contratos?

¿Quién narrará los años en que miles murieron o quedaron discapacitados por decisiones tomadas en salas cerradas, firmadas por élites que nunca consultaron a sus pueblos?

El daño es profundo. Las audiencias, expuestas durante años a una narrativa unilateral, han perdido herramientas básicas de pensamiento crítico. Se ha normalizado la censura. Se ha justificado la criminalización del disenso. Se ha convertido la guerra en un espectáculo para consumo doméstico, y la obediencia ciega en virtud cívica.

La rusofobia es solo la expresión visible de un fenómeno más amplio: la sustitución de la verdad por la utilidad política. La cancelación de lo ruso no es distinta —en su estructura— de la cancelación de los médicos, científicos o ciudadanos que alertaron sobre la vacunación masiva sin debate.

Ambos casos muestran un sistema mediático cuya función ya no es informar, sino controlar.

Los medios de comunicación, occidentales y latinoamericanos, deberán responder algún día ante la historia.

Por haber renunciado a su deber de vigilancia.

Por haber sido engranajes de una maquinaria de guerra —bélica, biológica, financiera— que arrasó vidas, disidencias, culturas y pueblos enteros.

No solo fallaron en Ucrania. También fallaron en casa, donde la corrupción, la impunidad y la obediencia asesinaron sin necesidad de un solo misil.

Porque si hay algo peor que mentir sobre el enemigo, es mentirle a los propios ciudadanos sobre los crímenes cometidos en su nombre.

Y en eso, el periodismo occidental de los últimos años ha cometido una traición que ni los manuales de propaganda soviética se habrían atrevido a imaginar.


Corresponsalía Milano / Alfonso Ossandón Antiquera / © Diario La Humanidad

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