El campo de manzanas
En la noche celebrarán los quince años de su hija mayor, la emoción no la ha dejado pegar el ojo en la última semana. Macarena trabajó horas extras durante un año para poder ajustar para los gastos de la fiesta. Por videollamada estuvo presente en todo el proceso, desde la reunión familiar de planificación en donde estuvieron abuelos, tíos, sobrinos y amigos cercanos, hasta los últimos ajustes en los que ella tuvo la última palabra.
Macarena quiere que la fiesta de su hija sea recordada en todo el pueblo, es la forma que encontró de abrazarla lo más fuerte posible desde la lejanía que tiene El Norte, hasta su pueblo natal en Candelaria, Lempira, Honduras y también para demostrarle a los que la criticaron por ser mamá soltera, que su hija podía tener una fiesta de lujo sin necesidad de tata.
Así fue comprando dos vacas, tres marranos, una cabra y una docena de patos para la fiesta. Desde Estados Unidos envió por encomienda, cajas de licor, manteles, servilletas, platos y cubiertos desechables, el vestido y los trajes para la familia. Macarena cargó con todo, hasta con los pagos del taxi que llevó a su familia a cambiar las remesas para el alquiler del salón.
Son las siete de la mañana y Macarena ya ha cargado ocho veces la bolsa con cincuenta libras de manzanas. La escalera es su eterna compañera, sube y baja los tres metros de altura para alcanzar las frutas que están en las últimas ramas de los árboles, le pagan treinta dólares por cada novecientas libras entregadas. La espalda la tiene astillada, con hernia en un disco y las manos llenas de artritis, porque no importa el clima las manzanas tienen que ser cortadas.
Macarena como la mayoría de migrantes indocumentados que trabajan en el campo de manzanas en Nueva York, desconocen el centro de la ciudad, porque trabajan de lunes a domingo, pero también porque salir a pasear es un lujo que pocos se pueden dar, un gasto extra de pasaje en tren o autobús les desajusta las remesas. Y el principal enemigo de los indocumentados en el país: el miedo a una deportación.
Por eso Macarena prefiere pagar a una compañera de trabajo para que la pase recogiendo y la pase dejando de regreso, así no viajar en transporte público. Pero sabe perfectamente que una redada en los campos de cultivo haría de la deportación algo inevitable. Con trece años viviendo en Estados Unidos algo ha aprendido para la sobrevivencia diaria, lo de rascarse con sus propias uñas lo aprendió de niña en su pueblo natal.
Cada día se queda trabajando tres horas extras, aunque no estará presente físicamente en la fiesta de su hija lo estará en videollamada, por eso hoy no trabajará las horas extras y pidió permiso para salir temprano, aunque el pago de esas horas le desajustará el pago de la luz y el teléfono. Tiene que ir al salón de belleza a que le pinten el pelo y le hagan un peinado, el vestido lo compró en una tienda de segunda mano y lo envió a una lavandería, se lo dejaron nítido. En el apartamento que comparte con nueve migrantes más ya arregló un rincón para sentarse con sus compañeras de vivienda y disfrutar de la fiesta.
Entre todas compraron las boquitas y los piquetes para estar en sintonía. Macarena piensa disfrutarse la fiesta al máximo y quiere ver cómo van los envidiosos del pueblo a la fiesta de su hija y que coman hasta empacharse y que tomen hasta perder el sentido, para que se recuerde durante muchos años la fiesta de quince años de una de las hijas de la Macarena, la que limpiaba los baños de la terminal de buses en el pueblo.
El otro año le tocará la fiesta de su segunda hija, ella insiste en hacerle fiesta, pero la niña quiere que guarde el dinero para pagarle a un coyote que la lleve a Nueva York, para abrazar a su mamá en persona y trabajar con ella en los campos de manzana.
Blog de la autora: https://cronicasdeunainquilina.com
Escrito por: Ilka Oliva-Corado. @ilkaolivacorado
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