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La elección de Donald Trump desató una avalancha de comentarios y predicciones, algunos casi apocalípticos, sobre el futuro de la economía mundial. 

Nota: Alfonso OssandónDiario la Humanidad – Corresponsalía (Milano – Italia)

Entre ellos, el regreso de las políticas mercantilistas parecía la más acertada. Esta teoría, conocida como nuevo mercantilismo, es sinónimo de nacionalismo económico.

Pero antes de lanzarnos a emitir juicios, conviene refrescar la memoria sobre el clásico mercantilismo. El término se asocia con las políticas del ministro de Finanzas de Luis XIV, Jean-Baptiste Colbert, quien, en el siglo XVII, acuñó la filosofía del nacionalismo económico. Este sistema se basaba en dos pilares: el interés nacional y la intervención del Estado para garantizarlo, incluso a costa de los demás países. Lo que muchos erróneamente etiquetan como «anti-globalización» fue, en realidad, una forma de «egoísmo económico». En su apogeo, durante el Imperio Británico, las colonias se veían obligadas a vender materias primas a Inglaterra, que las procesaba en sus fábricas y luego enviaba los productos acabados a las mismas colonias, que debían comprarlos a precios elevados.

El mercantilismo británico funcionó por una razón muy sencilla: la Revolución Industrial tuvo lugar en Inglaterra. La superioridad tecnológica de este país aseguraba la sumisión de sus colonias, que actuaban como proveedores de materias primas y consumidores cautivos de productos manufacturados, dada su dependencia de estos productos terminados.

Además, el mercantilismo se sostenía gracias al colonialismo, el cual, en términos económicos, puede considerarse un proceso de globalización. Al abrir mercados a materias primas y productos de fuera, el colonialismo facilitó el acceso a recursos que fueron clave para la Revolución Industrial y, por ende, para el capitalismo moderno. Sin las materias primas y los mercados de venta, la revolución tecnológica no habría conducido a la industrialización. Algo similar sucedió en la antigua Grecia durante su época dorada, donde la proliferación de innovaciones tecnológicas solo sirvió para entretener a la élite, como en las tragedias griegas, en lugar de dar lugar a una revolución industrial.

El mercantilismo comenzó a desmoronarse cuando las colonias, como las de América, decidieron rebelarse contra su situación de dependencia. La respuesta de Inglaterra fue la guerra comercial, un enfrentamiento en el que se recurría a tarifas, sanciones y embargos.

¿Es posible afirmar que las grandes globalizaciones siempre están al servicio de avances tecnológicos y que, a través de ellas, estos avances se consolidan, para luego desembocar en el nacionalismo económico cuando la dependencia tecnológica se quiebra? En otras palabras, el mercantilismo no es anti-globalización, sino más bien una fase final de la misma.

Si la respuesta es afirmativa, entonces el nacionalismo económico de Trump era un fenómeno previsible. La revolución digital estadounidense fue posible gracias a la explotación del mercado chino. Sin la apertura promovida por Deng Xiaoping, Steve Jobs jamás habría logrado el milagro de Apple. Y en este contexto, el capitalismo occidental no solo sobrevivió a una crisis profunda desatada por el aumento del precio del petróleo en 1974, sino que también se expandió por todo el mundo. La caída de aranceles y la apertura de mercados fueron el oxígeno de la revolución digital. Pero todo esto empezó a desmoronarse cuando China, habiendo alcanzado un nivel de desarrollo cercano al de Occidente, cambió de estrategia. De nación explotada, pasó a ser competidora. Algo muy parecido a lo que ocurrió con las colonias americanas.

El nacionalismo económico de Trump, no es casualidad, comenzó en 2016 y se centró principalmente en frenar la competencia de Pekín. Biden no ha cambiado de rumbo, sino que ha consolidado esta política. La verdadera novedad de la administración Trump fue expandir el nacionalismo económico no solo hacia China, sino también hacia los países del NAFTA, Europa y el resto del mundo. ¿Nos sorprende? Inglaterra hizo lo mismo, creando guerras comerciales, cerrándose dentro de su imperio y formando el Commonwealth.

Hoy, la pregunta crucial es: ¿pueden los Estados Unidos seguir el ejemplo de Inglaterra y cerrarse al mundo? América es un continente, no solo una nación. Es un exportador neto de energía y produce lo que consume. Quizás la respuesta sea sí.

Claro, las tentativas de salvar un modelo agotado son patéticas. Ni en las aulas universitarias se ve ya salud en esa fórmula mágica que el «gran emperador» ofrece para mantener viva la esperanza. El relato de la soberanía económica como salvación es la última mascarada que Occidente se pone, pero quizás ya es hora de dejar de usarla. ¿Por qué no contratar asesores de Corea del Norte, que han demostrado tener una disciplina económica ejemplar? Tal vez sea el momento de darles un poco de orden a un sistema que ya ha quemado todo su combustible.

Así que, ¿qué sigue para Estados Unidos? Pues, sin duda, la misma receta de siempre: seguir construyendo muros, no solo físicos, sino también económicos, y vivir el sueño americano… dentro de sus fronteras. ¿Acaso no sería la culminación perfecta del capitalismo: un imperio que se cierra a sí mismo, como un niño caprichoso que no quiere compartir sus juguetes con los demás? Quizás el «gran sueño americano» no era expandir la libertad y la democracia, sino simplemente mantener un castillo de naipes que, inevitablemente, terminará derrumbándose bajo su propio peso. Pero no se preocupen, al menos siempre podrán vender los escombros a precio de oro.

La guerra encubierta en América Latina

América Latina no es ajena a estas disputas globales. Según Stella Calloni, la región enfrenta una «guerra encubierta» que va más allá de los métodos tradicionales de intervención. Los golpes de Estado modernos ya no se realizan con tanques, sino con manipulaciones judiciales y mediáticas, como lo han evidenciado los casos de líderes progresistas que han sido perseguidos políticamente. Además, el control de los recursos naturales sigue siendo un objetivo clave, con actores externos interviniendo en procesos democráticos para favorecer agendas extractivistas.

En este contexto, la indiferencia y la fragmentación regional solo favorecen la injerencia. Calloni subraya la necesidad urgente de integrar esfuerzos y resistir mediante el conocimiento y la organización, adoptando una postura activa frente a las amenazas externas.

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Corresponsalía Milano / Gregorio Mondaca – Alfonso Ossandón / © Diario La Humanidad

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