Radiografía sentimental del chavismo (X y XI)
Nota: Reinaldo Antonio Iturriza López, sociólogo y escritor, periodista – Venezuela
(X): Café
El 20 de febrero de 2009 cayó de sorpresa Chávez en la casa de Nohemí, por allá en la comunidad de El Cayude, unos diez minutos más allá del pueblo de Tocuato, en la vía que enlaza la ciudad de Coro con Punto Fijo, en el estado Falcón.
Si su humilde casa ya era pequeña, Nohemí no cabía de la emoción, mucho menos cuando Chávez entró acompañado de su equipo. El comandante le preguntó si tenía café y Nohemí corrió a prepararlo. Volvió con el café, Chávez se lo llevó a la boca, y enseguida supo que algo extraño estaba pasando. Le preguntó a Nohemí si ese era realmente el café que le había hecho, y ella asintió, por supuesto, aunque un tanto nerviosa.
Falso. El equipo de seguridad se había escurrido sigilosamente hasta la cocina y, antes de que Nohemí pudiera alcanzarle la taza de café a Chávez, alguno de los muchachos procedió, en cuestión de segundos, a sustituirlo por el café que traía la comitiva, velando celosamente por la seguridad del comandante.
Cuentan los presentes que el regaño de Chávez fue de antología, al punto de que la misma Nohemí intentó interceder por los muchachos, lo que Chávez impidió, amorosa pero firmemente. Con voz atronadora, preguntó a su equipo si podía resultarles siquiera concebible que el café de Nohemí representara un peligro para él.
Acto seguido, se deshizo del café de la comitiva, y bebió, una, dos, varias tazas del café de Nohemí, en actitud desafiante, como si se burlara infinitamente del protocolo que lo separaba de los hombres y las mujeres del pueblo.
El 17 de septiembre de 2013 conocí a Nohemí. Conversé un rato con ella, me mostró la taza en la que el comandante bebió su café, y me contó que la guardaba como su tesoro más preciado. Nunca asomó siquiera el menor detalle de aquel incidente, como obliga la nobleza popular. En algún momento me susurró al oído que Chávez le prometió volver algún día. No le alcanzó la vida. “No vino él, pero vino usted”, me dijo, y algunas lágrimas corrieron por sus mejillas.
Por supuesto, tomé del café de Nohemí.
Muy poco tiempo después, el 15 de diciembre del mismo año, registramos la Comuna Socialista Cayude con Aroma de Café, la número 448 del país.
Hace un par de meses murió Nohemí, me contó José Luis.
Hablando de café, no ha pasado un día desde que llegué a este lugar donde ahora escribo en que me haya faltado el café de Víctor.
Uno de estos días me contó lo que había preparado de almuerzo. Lo disfrutó particularmente. Por primera vez en lo que va de año comió carne de res. El mismo día que compró la carne, compró también medio kilo de café.
Nunca falta el café en la casa de Víctor. Y nunca falta el café de Víctor en el escritorio, cuando estoy escribiendo.
Es como un ritual: llego a su casa, nos saludamos, subo las escaleras, me acomodo, comienzo a escribir, y a los minutos sube Víctor con el café recién preparado.
Es una manera de conjurar la soledad, de permanecer juntos: Chávez tomando el café de Nohemí, Nohemí compartiendo su café conmigo, Víctor haciendo lo mismo. Toda la gloria del mundo cabe en una taza de café, por pequeña que ésta sea, pudiera haber dicho Martí, y quizá de allí su sabor cuando es compartido.
“El diablo está en los detalles”, le gustaba repetir a Chávez. El chavismo más genuino está en esos detalles como los de Chávez, Nohemí y Víctor. Por eso me traje dos paquetes de 200 gramos del café que produce la Comuna Comandante Adrián Moncada, para que lo probemos todos.
No te los he pagado, José Luis. Pero no te preocupes, que aquí tengo el dinero.
¿Qué será de la vida de la gente de El Cayude, de su Comuna, del aroma de su café?
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XI: Burgueses
No tengo en mente a la burguesía histórica, mediocre, rapaz, probada e indiscutiblemente parasitaria, por más que sus omnipresentes campañas publicitarias quieran convencernos de su pretendida eficiencia, y a través de las cuales han forjado una idea de lo nacional grotescamente caricaturesca, hecha a la medida de sus intereses.
Pienso en la nueva clase de burgueses que ha surgido al amparo de la revolución bolivariana, valiéndose de su estrecha relación con las instituciones, robando los dineros de la República, con frecuencia en connivencia con aquella burguesía histórica, haciéndole guiños a la oligarquía.
No por nueva es menos rapaz: es propio del nuevorriquismo la desenfrenada carrera para escalar y ponerse a la altura de los viejos ricos, acumulando propiedades a un ritmo vertiginoso, imitando un estilo de vida que hasta hace poco no era el suyo, ostentando y derrochando la riqueza mal habida, codeándose con magnates y famosos, rodeándose de misses, casi siempre desde alguna metrópolis de Occidente o desde alguna ciudad con pretensiones de serlo.
Acomplejado, inculto, esto último conforme, incluso, al estricto estándar de las elites, el nuevo rico preferirá Panamá, Miami o Madrid, antes que Nueva York, Londres o Berlín. Pero esto no pasa de ser un detalle florido. Tanto como en el caso de la burguesía parasitaria, lo distinguirá la irrevocable decisión de llevarse el grueso de su capital fuera de Venezuela. El país es una mina que hay que saquear. Así ha sido y está convencido de que así será, por lo que no hay ninguna razón de peso para dejar pasar la oportunidad.
No por inculto deja de ser curioso el esquema de pensamiento del nuevo rico. Si se ha leído a Marx, y dado que en Venezuela se insiste en hablar de socialismo, intentará justificar la creación de una nueva burguesía apelando a aquello del necesario desarrollo de las fuerzas productivas. Las tristemente célebres etapas por las que inevitablemente habría que transitar antes de poder hablar con propiedad de la posibilidad de ir más allá del capitalismo.
La extensa, variada y rica problematización respecto de las miserias del etapismo, que puede encontrarse, con un mínimo de voluntad política y honestidad intelectual, en la historiografía revolucionaria, Marx incluido, le resulta completamente ajena o simplemente inconveniente. Desconoce los debates sobre el “eslabón más débil”, por poner un caso, o los despacha como vulgar palabrería.
Desconoce, igualmente, la historia de Rusia y de China, pero el asunto va más allá del puro desconocimiento. No hay que ser un experto para llegar a la conclusión de que la “economía de mercado” no es la alternativa. Un poco de sensatez sería suficiente. No lo es siquiera para China, según alcanzo a comprender, pero más allá de lo que pueda yo saber o ignorar, el punto es que la nueva clase ni siquiera se lo plantea como problema.
Si desconociera a Marx y la historia de Rusia y China, pero al menos intentara comprender la Comuna. Sería pedirle mucho, ciertamente, pero las verdades hay que decirlas aunque parezcan excesos: no hay que conocer tanto de historia y haber leído mucho, que ayuda, para comprender la importancia decisiva de la Comuna. Basta con conocer algo de historia patria, amar la tierra en que vivimos, guiarse por los principios básicos de la política revolucionaria, manejar los rudimentos de la economía y confiar en la fuerza del pueblo organizado.
Nada que no hayamos conocido durante los últimos veinte años.
Si el nuevo rico es incapaz de comprender la Comuna, qué quedará para los ricos de cuna. Pero esos son monstruos de otras novelas de horror o, para decirlo de otra forma, eso es harina de otro costal.
Debe ser muy triste pertenecer a la nueva burguesía. Obligada a blanquearse para aparentar pureza de sangre, incapaz de ocultar su origen de clase, despreciada por la vieja burguesía, por la oligarquía y por el pueblo. No perdió oportunidad de sumarse al saqueo, pero perdió para siempre la oportunidad de construir algo realmente grandioso, perdurable. Allá ella.
Proclamarse vencedora cuando tanta gente se siente derrotada, es de esas cosas que uno no le desea ni a su peor enemigo, mucho menos saberse derrotada ante la historia y por quienes estamos convencidos de que las revoluciones no se hacen para engendrar nuevos ricos. Precisemos, y esto es muy importante, porque nos permite inmunizarnos contra el desaliento: toda revolución los engendra. La revolución es hechura humana y no divina. El error de los nuevos ricos es precisamente creerse divinos, y ese defecto de origen es el que los hace irremediablemente vulnerables, porque creen que su hora no llegará jamás. Pero llega, y puntual.
Hace tiempo que la maquinaria propagandística del capital global se vale de la existencia de la nueva clase para persuadirnos de que el cambio revolucionario es inviable, que todo esfuerzo transformador es inútil. Es muy vieja la conseja: toda revolución termina, invariablemente, en la traición. Ella atraviesa de cabo a rabo la historiografía conservadora. Y va mucho más lejos: pretende hacernos creer que toda conquista popular es privilegio, que si hablamos de revolución estamos condenados a vivir miserablemente. Los privilegios de la nueva clase vendrían a ser la confirmación de que no nos hemos hecho más que falsas ilusiones.
Se trata, por supuesto, de una trampa para cazar incautos. Caer en ella es un lujo que no nos podemos permitir.
La revolución es acontecimiento. La nueva clase un accidente inevitable. Pero un accidente que no es medida de nuestro fracaso, sino de todo lo que nos falta por hacer.
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