Radiografía sentimental del chavismo (VI): Conversos
Nota: Reinaldo Antonio Iturriza López, sociólogo y escritor, periodista – Venezuela
“… respondiera lo que respondiera me iban a matar. Dije que sí. Soy chavista, qué pasa”
Creo no equivocarme si afirmo que el chavismo es un sujeto más bien silente. Habrá sus excepciones, como es natural, pero me parece que lo distingue un cierto autocontrol, una cierta cautela que le permite salir airoso en las situaciones más comprometidas, escurrirse, caer de pie, preservar la integridad no solo física, sino espiritual. Rara vez se le verá vociferante en una oficina pública, en el abasto, en el quiosco de la esquina, en la cola del banco, en el ascensor, durante una celebración familiar, en una reunión de amigos.
Reconozco que lo de silente puede prestarse a interpretaciones erradas: no es que prefiera callar frente a la injusticia o permanecer impávido frente a la ofensa. Mucho menos se trata de que no tenga nada que decir o que sienta vergüenza por lo que es, siente y piensa. Llegado el momento, habla, fuerte y claro, y si es el caso, actúa.
Habituado a lidiar con la adversidad, a ser ninguneado, ignorado, invisible, no le costó mucho trabajo adaptarse a un ambiente político hostil.
Si hubiera que emplear una expresión que remite a la forma como suelen resolverse muchos problemas en la escuela y en el liceo, el chavismo tiene mucho de esperar en la bajadita histórica.
No es que les rehúya a los problemas, es que está tan acostumbrado a ellos que ha aprendido a distinguir el momento oportuno o a encontrar la forma adecuada, más justa, más inteligente, de resolverlos.
En su ambiente, en el barrio, pongamos, o en el campo, sabiéndose mayoría, o simplemente libre de peligro, puede entablar largas discusiones con sus adversarios, siempre salpicadas de humor, ya se trate del más divino o del más profano, con preferencia por este último.
En circunstancias de extrema hostilidad, cuando hallándose en clara desventaja presiente que la agresión es inminente, siente miedo, como cualquiera, y puede simular ser lo que no es, intentar pasar desapercibido. Pero puede ocurrirle lo que a Orlando Figuera, quien sabiéndose perdido, condenado a muerte, optó por aceptar su destino: “… respondiera lo que respondiera me iban a matar. Dije que sí. Soy chavista, qué pasa” (1), relató a su madre poco antes de morir. A lo sumo, sus asesinos habrán interpretado aquellas palabras como una confesión cargada de resignación, como una prueba de su culpabilidad, y no como lo que realmente fue: una reafirmación de su dignidad, imposible de asimilar por sus victimarios.
El converso, en cambio, siente una necesidad imperiosa, inaplazable, de vociferar su desencanto. Enfrentado al difícil trance de justificar su vergonzosa claudicación, se declara avergonzado por su pasado, y no pierde oportunidad para declarar lo traicionado, lo engañado que se siente. Alguien, alguna vez, abusó de su confianza o se aprovechó de su ingenuidad o se burló de sus sueños, y ya no está dispuesto a permitirlo, dice.
Pero si quien traicionó, engañó, abusó, se aprovechó o se burló merece todas las ofensas, nadie le parece más despreciable que quien sigue fiel a sus principios, a sus convicciones, y sigue luchando. Los acusa de mediocres, justificadores, enceguecidos, privilegiados, cómplices.
La actitud vociferante de los conversos persigue un propósito adicional: ser aceptado por el medio que antes los hostilizaba, por considerarlos extraños, monstruosos, incivilizados, ignorantes, locos. Renegar a viva voz es una manera de demostrar que se ha rectificado, que se ha corregido el rumbo, que se ha entrado en razón. Penosamente, esto no siempre funciona: quien ha hecho de la hostilidad una forma de hacer política no cesará de exigir una y otra declaración de nueva fe. Para los conversos, el pasado es una condena, es como una maldición que les persigue, obligándolos a vociferar las peores cosas, más alto y más fuerte, entrando en un círculo vicioso que parece no tener fin.
No es casual la multiplicación de conversos en tiempos recientes. “La doctrina de shock” (2), de Naomi Klein, abunda en detalles sobre los efectos que producen las medidas de shock económicas, políticas o sociales, características de lo que llama el “capitalismo del desastre”. Klein pone al descubierto el siniestro parentesco entre los métodos de tortura empleados por el gobierno estadounidense y estas medidas de shock. El objetivo es hacer tabla rasa, bien en el cuerpo y la mente de los torturados, bien en las sociedades, para crear una nueva personalidad o para hacer aceptables, deseables incluso, las formas más brutales e inhumanas de capitalismo.
Por supuesto, no hay nada de poder creador en la tortura, sino puro poder destructivo. Una destrucción que, eventualmente, hace renegar al torturado de su personalidad. En el caso de las sociedades, la tortura económica, política y social tiene como uno de sus objetivos destruir la memoria histórica, para suscitar conjuntos humanos desorientados, aterrorizados, sumisos.
A propósito de las agresiones del gobierno estadounidense contra la sociedad venezolana, Alfred-Maurice de Zayas afirmaba: “Las sanciones y los bloqueos económicos de nuestros días pueden compararse con los asedios de las ciudades en la Edad Media con la intención de obligarlas a rendirse. Las sanciones del siglo XXI intentan que caigan de rodillas no solo una ciudad sino países soberanos (3). Más recientemente, manifestaba Idriss Jazairy: “Es difícil imaginar cómo es que las medidas que tendrán el efecto de destruir la economía de Venezuela e impedir que los venezolanos envíen dinero a casa puedan decirse que están dirigidas a ayudar al pueblo venezolano” (4).
Con las sanciones, Venezuela está siendo literalmente sometida a tortura, entre otras razones para que, agobiado por circunstancias extremas, el pueblo venezolano reniegue de su identidad política. Tal cosa no ha ocurrido.
A los conversos por simple inconsecuencia política vienen a sumarse los conversos como consecuencia del inhumano asedio contra la población. Pero la identidad política chavista se mantiene en pie.
Hay que saber distinguir entre este fenómeno de la conversión y el malestar popular, la desafiliación política, incluso. La dificultad es comprensible: los vociferantes hacen mucho ruido. Pero hay que aprender a escuchar el rumor popular subterráneo, cuasi silente, que nos habla de los errores y miserias de funcionarios y dirigentes, pero también de sus aciertos, de Chávez, de su voluntad de no renunciar definitivamente a todo lo construido durante la revolución bolivariana.
Puede que decida replegarse, mantenerse al margen; puede incluso que encuentre razones para ya no sentirse identificado con el chavismo. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta es suicidarse políticamente.
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(1) Jairo Vargas. “A mi hijo lo quemaron vivo por ser chavista”. Público, 16 de mayo de 2019.
(2) Naomi Klein. La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre. Paidós Ibérica. 2007.
(3) Naciones Unidas. Informe del Experto Independiente sobre la promoción de un orden internacional democrático y equitativo acerca de su misión a la República Bolivariana de Venezuela y al Ecuador. Septiembre de 2018.
(4) Naciones Unidas. Oficina del Alto Comisionado. US sanctions violate human rights and international code of conduct, UN expert says. 6 de mayo de 2019.
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Foto: La Haine