Estado de simulacro (Parte 1). Donde la excepción se vuelve regla.
Nota: Sergio Martiello Gutiérrez – Montevideo – Uruguay
Por la mañana me lavo las manos a conciencia. Así consigo olvidar los ojos arrancados por la policía en Chile, Francia o Irak. Antes de comer, me vuelvo a lavar las manos con un buen desinfectante para olvidar a los migrantes amontonados en Lesbos. Y, por la noche, me lavo nuevamente las manos para olvidar que, en Yemen, cada diez minutos, muere un niño a causa de los bombardeosy del hambre. Así puedo conciliar el sueño.
Santiago López Petit [1]
A un mes y poco de que el virus llegó a Uruguay, ha corrido mucha tinta en el globo. Me mantuve al margen de las noticias. Al pasar los días y aumentar mi ansiedad y preocupación por la carencia de contacto humano noté que el encierro se hacía menos insoportable gracias a los benditos dispositivos digitales. Ahora no solo pago mis cuentas por las aplicaciones, realizo trámites e infinidad de formalidades más, sino que también mis encuentros afectivos se están llevando a cabo por intermedio de los dispositivos electrónicos. Algunos artículos de reconocidos pensadores atizaron mi absoluto inconformismo ante este reduccionismo de la vida. De repente, como viagra intelectual –diría Tomás Abraham– quise saber qué demonios estaba pasando en realidad. Lo que leía parecía confirmar mis sospechas. En estos días experimenté sentimientos encontrados. Poco a poco fui escribiendo algunas líneas que evolucionaron en lo que expondré a continuación. Sin afiliar a teorías conspirativas o de ciencia ficción muy bien podríamos ubicar este fenómeno de la pandemia en un nuevo capítulo de la serie Black Mirror. Una vez más me maravillo del poder profético de la novela 1984 de George Orwell.
Me gustaría iniciar la reflexión con una provocadora idea de Žižek[2]. Plantea que en algún momento, no hace mucho, se instaló la noción de vulnerabilidad tecnológica: un virus podía burlar los sistemas de defensa del ordenador y destruir inclusive el disco duro acarreando la pérdida de valiosa información. Terror. Estamos cayendo en la cuenta de esa ficcionalización de la realidad, de esa suerte de inversión del orden natural de cosas en un juego de espejos que el liberalismo viene ejerciendo al desarraigar al ser humano del medio natural, introduciendo poco a poco la mediación interpretativa; es decir, ideológica, de utopía posible, a la que todos a esta altura nos entregamos blandamente. Sin embargo, dicha transición a la nueva fase del orden mundial se haya en estado de suspensión indefinida, lo que denomino “estado de simulacro”.
¿Cómo pudo un virus “informático” circular en algún momento por la red y contagiar ordenadores?
El virus virtual mutó. Ha descendido al mundo de los hombres. No es la primera vez. Cuenta con reiterados antecedentes: Sida, gripe aviar, Ébola, SARS-1, sin mencionar los ya controlados que han resurgido. No ya para destruir el disco duro y la información valiosa sino la vida. La ironía es doble. El virus desciende de la nube a las calles y nosotros nos volvemos virtuales. Pero… Qué no cunda el pánico. Gracias a internet podemos seguir alegres con nuestras vidas y relaciones de forma segura, estéril. Lo que es más preocupante, absolutamente todas nuestras interacciones pasan por la web. La ficción distópica de Orwell (1984) parece confirmarse: el control total denunciado por Assagne y Snowden hecho carne.
El mundo se volvió más inseguro que antes. Dos inseguridades crecientes: criminalidad y bioseguridad. Por tal motivo venimos asistiendo a una digitalización de la vida pública (trámites, trabajos, bancarización, educación, la lista sigue) y la vida privada (redes sociales, aplicaciones varias, etc.). En este paradigma al cual nos dirigimos vertiginosamente el trato humano se fue desplazando al trato informático. Sin embargo, cuando se digitalizan ciertas actividades del quehacer colectivo, de profunda naturaleza social, donde la presencia del otro es elemental, ahí se produce un desequilibrio catastrófico. En estos días la digitalización se extendió masivamente a las relaciones humanas.
Pese a la enorme “libertad” que estos dispositivos parecen brindar, el precio humano es altísimo. Genera una serie de contradicciones insalvables. Por ejemplo, cada vez que nos conectamos a las redes sociales nos desconectamos del mundo social, nos aislamos; cada vez que nos sentimos libres eligiendo mercancías, nos fetichizamos. Sentimos una efímera alegría cuando alguien nos da un “like” o deja un comentario. Nos volvemos adictos a ese tipo de recompensas inmediatas cultivando un sentimiento de frustración cuando las cosas no salen como queremos. Lo que es peor, los usuarios se vuelven más individualistas y consumistas. Por esta y otras razones mantengo una distancia prudencial, con enormes tentaciones, de no fácil convivencia. Sin embargo, en la primera semana de encierro noté que mi relación con estos dispositivos electrónicos había aumentado alarmantemente. Recordé que existen estadísticas que demuestran que las personas deprimidas y ansiosas hablan mucho más por teléfono. Estimulado por amigos activé mi Facebook que hacía años no usaba y creé mi propia página literaria. Necesitaba entablar algún tipo de interacción. Subí algunos de mis cuentos, poemas y fotos. Para mi sorpresa encontré a muchos “amigos” ocupados en tareas similares: dictando clases de entrenamiento en vivo, subiendo canciones suyas, dictando charlas sobre algún tema, promocionando sus productos o servicios, otros registrando escenas de la vida cotidiana en cautiverio. Me encontré frente a las orillas de un mundo muy activo, plural, de inquietas imágenes, lleno de personalismos, atiborrado de información, de voces, casi esquizofrénico, de poco intercambio real, sin corazón, que me observaba.
Al igual que los indios del altiplano son renuentes a que un alegre turista los reduzca a una imagen, aquellos que entendemos que la conexión reside en otros sitios somos también ariscos a abrazar la virtualidad. Aunque en estos momentos de soledades amplificadas, de carencias de cercanías reales, hasta el más esquivo en materia de redes sociales se doblega ante la imperiosa necesidad de expresar lo que le pasa y escuchar al menos la voz sin voz de los cercanos-distantes.
El cuerpo no está donde lo necesito. Reflejo vago del cuerpo me remite a al viejo mito de la caverna. Nadie va a discutir lo útil que la tecnología es en este momento. Tampoco nadie va a discutir la centralidad que en las relaciones humanas tiene el cuerpo. Ahora bien, ese cuerpo digitalizado, intervenido, mediatizado y vigilado está encarnando en el cuerpo social. Muchísimas instituciones y personas en este momento dan clase o incluso se dan cita en el espacio virtual (no vital). Por ejemplo, psicólogo y paciente; práctica que como otras requieren del cuerpo real. La educación a distancia tan de moda y tan controversial. En esa intención tecnológica de aproximar al cuerpo, de hacerlo presente, se ocultó, borroneó u opacó la presencia del cuerpo, su singularidad, su aura irreproducible. Me preocupa que esto se normalice. Me preocupa que esta práctica cotidiana e incuestionable no sea previamente analizada socialmente para determinar si es la más conveniente y saludable según los objetivos que se quieren alcanzar. Me preocupa que quien determine que este novedoso relacionamiento se produzca no es el terapeuta, ni el profesor, que por otra parte necesitan trabajar, sino la misma demanda de la gente sin tiempo y con problemas apremiante que necesita comunicarse de alguna manera aunque sea a través de una pantalla como lo estamos haciendo en este estado de simulacro donde todo está decidido de antemano.
Recordé otro hecho no menos llamativo, que con el vértigo de los cambios tecnológicos naturalizamos sin digerir. Sucedió en estos últimos años cuando asistimos a la masificación del teléfono celular y la posterior descarga de las aplicaciones. El espacio se vio seriamente resentido en virtud de la independencia del teléfono de un lugar fijo. Esto afectó al tiempo también. Tiempo y espacio se alargaron y superpusieron creando un entrecruzamiento disruptivo, holográfico.
Las llamadas que antes se realizaban en un espacio localizado, por lo general privado, cruzaron extra muros y se volcaron en el espacio público y viceversa. El móvil fue mucho más que un teléfono en el cinturón. El espacio público se atomizó de haceres diversos condenando al silencio a cadena perpetua. Prosperaron las invasiones de todo tipo. Las tareas de oficina se comenzaron a realizar en el bus o en la calle. Cualquier lugar lo permitía, siempre y cuando hubiera buena conexión. Las discusiones familiares o con amantes se ventilaban en el bus repleto. Ya no era necesario llegar a casa para llamar por teléfono o ir a hablar personalmente. Nos acostumbramos pronto a convivir con las invasiones de nuestro espacio íntimo. Los tiempos de ocio en una plaza, un bar o el bus donde uno podía contemplar el paisaje, leer o charlar distendidamente con alguien se atiborraron de tareas, ventas, publicidades, ofrecimiento de servicios, llamadas y mails. Todas las tareas pendientes reclamando urgente nuestra atención. La frágil relación con el presente y la ensoñación descuartizados. Todo momento venía bien para vender y comprar en Mercado Libre. Se concretaban negocios o citas en el ciberespacio. Floreció la excitación ante el fin del tiempo muerto. Se liberó el deseo y se pautó la promesa de libertad productiva ilimitada. Nos volvimos esclavos de nuestros sueños, presas de nuestras fantasías al alcance del pulgar. Sin percibirlo, ese aire gratificante de autonomía se convirtió en un reverso siniestro. Cada mensaje, visita virtual, aplicación descargada, llamada, foto, video visto, información consultada al oráculo de Google y desplazamiento era registrado por el ojo insomne del gran hermano que todo lo sabe, incluso en los brevísimos espacios que lo ignoramos es oído también.
Nos estamos digitalizando a pasos agigantados. El móvil es lo último que miramos antes de ir a dormir y lo primero que vemos al abril los ojos. Ni siquiera vamos al baño sin él. Nuestra dependencia con ese cerebro artificial es brutal. Casi nadie observa el cielo para saber si está encapotado o abre una ventana para saber si hace frío. Miramos el pronóstico y la temperatura. Al usar el G.P.S. anulamos los sentidos así como la curiosidad, la observación, la memoria e infinidad de conexiones neuronales que se ponen en juego cuando intentamos establecer conexión con el entorno inmediato. Es triste ver a la gente caminar por la calle sin alzar la cabeza de la pantalla.
En este estrecho amorío con la informática se multiplicaron las utopías posibles. Al acceder a cualquier cosa, el deseo se disparó. El yo tomó una densidad impensada, se corporizó. Y nos vomitamos al afuera voraz. La modernidad y el estado nación nos fueron preparando, nos despojaron de una relación con la naturaleza “salvaje”, milenaria, sin intermediación, para insertarnos en las ciudades con vocación de conquista. Con un proselitismo fiel reproduce en nosotros una lógica y puntos de vistas funcionales al monstruo civilizado de mil cabezas que se ha convertido y que desbocado engulle almas, aire, campos, mares, cielo, atmósfera, océanos y vida de toda índole. Dado esta pausa obligada (,) seguida de puntos suspensivos (…) signos de interrogación y silencios ¿no será un buen momento para tomar distancia de la tecnología y aprender de ciertos errores?
(Continua en Estado de simulacro (Parte 2)
Referencias:
“El coronavirus como declaración de guerra” (19.3.2020).
“El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill…” (27.2.2020).
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.Foto: imagen de edicion de 1984 de George Orwell
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