Un día me levanté y ya no estaba mi mejor amiga, porque se había ido buscando mejores oportunidades a otro país de nuestra convulsa América y a reencontrarse con el resto de su familia que ya se había ido años antes. Habíamos estudiado juntas toda la universidad, trabajado juntas y vivíamos muy cerca así que desde hace más de 10 años éramos inseparables.

No estaba mi otra gran amiga de la universidad. Siempre andábamos las tres de un lado a otro. Cuando había horas libres entre clases, nos invitaba a su casa a comer, descansar y preparaba un delicioso jugo con mango que mezclaba con un poco de bebida alcohólica con sabor a coco, lo que nos hacía regresar muy contentas a las aulas. Se mudó a Caracas después de graduarse y llevaba ya varios años trabajando sin poder cumplir sus metas, aun cuando se esforzaba. Algunas de sus hermanas estaban en Europa, así que no lo pensó mucho y partió.

No estaba ese muchacho que trabajaba conmigo y que me enviaba mensajes de animalitos por el chat de trabajo porque compartíamos el gusto por los bichos. Ni mi amiga que tenía un hermoso hijo que llevaba algunos fines de semana al trabajo porque no tenía con quien dejarlo. Se fue porque ya no podía comprarle lo que necesitaba al pequeño y algunos días el niño no llevó merienda a la escuela. Un día me contó entre lágrimas cómo él veía con tristeza a los otros niños comer, pero estaba también tranquilo porque sabía que sus padres hacían todo el esfuerzo.

No estaba mi hermano mayor que se fue con su novia tratando de encontrar un trabajo en el que le pagaran lo suficiente para poder seguir con sus planes como pareja: vivir juntos, tener casa y cosas propias, casarse y por qué no hasta tener un hijo.

Mi hermana tampoco estaba. Tenía tres hijos cuando se fue: a todos por fortuna los conocí cuando eran bebés y ahora son los niños más bellos que pueden existir. Se fueron muy lejos, a un lugar donde muchas cosas son diferentes: se come distinto, se habla distinto, se cree distinto, pero donde también la gente aspira a tener una vida digna. Mis sobrinos siguen creciendo y yo los veo desde lejos, taciturna, esperando que no me olviden, si es que aún me recuerdan.

Tampoco estaban los niños que jugaban en el parque cerca de la casa de mis padres, ni la vecina que con tanto amor hacía sopas ricas y me llevaba una poco porque sabía que era mi comida favorita. Ella fue a reencontrarse con sus hijos, que se habían ido con la promesa de que volverían a estar juntos.

Un día me fui yo y dejé allá a otros amigos. Una de ellas es mi guía en la distancia, una verdadera compañera, amiga, hermana. Hemos adaptado nuestras dinámicas para siempre compartir un pedacito de ellas por mensajes de WhatsApp. Hablamos de todo un poco, desde mi fallido intento número cien de hacer ejercicio hasta de sus avances en la consulta con sus terapias de psicoanálisis. Lo importante es que no nos faltamos, a pesar de todo.  

Atrás también dejé a mis padres, a mi hermano menor, a mis tías, mis gatos, otro tanto de amigos y conocidos. Cuando me pregunto ¿dónde están mis amigos?, la respuesta es: están tratando de vivir sus vidas lo mejor que pueden, en medio de nostalgias, de sueños replanteados, de ganas de superarse, de trabajo duro, de deseos de reencuentro, así como yo. Están en todos lados con el mismo amor que antes, pero lejos.  

Escrito por Sonalys Borregales Blanco

Twitter: @Sonalysbb

Facebook: @diariodeunamigranteblog 

Los artículos del diario La Humanidad son expresamente responsabilidad del o los periodistas que los escriben

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