Amélie (2001): ese sacrificio hecho en nombre del amor
El primer ciclo, de dos, del Cine-Club Al Filo del Tiempo que se emite desde la bóveda interdisciplinaria de La Fábrica de Sueños, sobre Directoras de ayer, hoy y siempre, termina con el filme Amélie, del francés Jean-Pierre Jeunet. Obra que se inscribe dentro del género comedia romántica, aunque aquí lo romántico tenga una impronta distinta a la habitual pues al hablar de ello por lo general la gente se remite al ser idealista/soñador/utopista: no, aquí una mujer, Amélie, desvirtúa esos conceptos para hablarnos de la persona romántica como lo ha sido a lo largo de la Historia, con personajes como Bolívar, Che Guevara, Malcolm X, Camilo Torres, Martin Luther King, Thomas Sankara: como sujetos de acción, seres que actúan para ayudar, si no salvar, a los demás, con una idea prístina de la caridad, la que se hace en silencio y sin esperar nada a cambio y que busca rumbos nobles para los humanos, cambiar sus vidas y transformar al mundo, como lo hicieron Marx, Lenin y el poeta Rimbaud.
Amélie, debe decirse ya, es una mujer que no se perderá en el olvido. Una muerta que se recordará por siempre, así haya vivido apenas 23 años: casi siempre, los años de existencia no son garantía de valor, experiencia o madurez. Todo depende más bien del amor, la entrega, la pasión que los seres humanos depositen en su actuar, quehacer, devenir. Esa idea es la que intenta proyectar ella a lo largo de una comedia atípica, de una pieza romántica sui generis, de un cómic llevado a la realidad concreta, sin lastre alguno de los cómics Made in Hollywood. Desde el manejo de cámara hasta la voz en off pasando por los guiños y los nexos con numerosos filmes, desde los decorados hasta el casting y la construcción de personajes pasando por la b. s. o., todo en Amélie está diseñado en función de atrapar al espectador de comienzo a fin y de mostrar las virtudes de una vida no solo bien vivida sino gozada al tope.
Todo ello, a partir de los gustos y disgustos de los personajes que, poco a poco, se utilizan en función no solo del drama del filme sino a favor de los resultados humanos y artísticos, con el humor como ingrediente esencial de una historia cuya dureza tampoco admite duda. El filme de Jeunet es una delicada/potente muestra sobre cómo es posible hacer convivir lo sutil con lo torpe, lo fantástico con lo real, la imaginación con la verdad, en medio de la realidad concreta y no de una abstracta utopía. Los personajes se mueven entre sus dolores y sus dichas, sus males y sus virtudes, sus quejas y sus aciertos, sin que se sienta que son manipulados (aunque lo sean) por la historia narrada. El uso de amplios espacios, por una cámara intrépida, siempre en movimiento, salvo uno que otro plano fijo, no impide para nada el protagonismo de cada sujeto de la acción fílmica mediante el simple recurso de su entrada a cuadro en PPP para significar/denotar un hecho muy gracioso, algo triste o harto dramático.
El filme se inicia el 3.sept.1973 cuando un moscardón de la familia Calliphora, capaz de producir casi 15.000 aleteos por min., como quien de paso alude al impulso vital de Amélie, se posa en una calle de Montmartre, barrio emblemático de París y albergue ecuménico de artistas. A la vez, en la terraza de un restaurante, por arte de magia el viento bajo el mantel hace bailar los vasos y en la Avda. Trudaine, Eugène Colère vuelve de enterrar a su amigo Emile y lo borra de su agenda. En simultánea, una voz en off, narra que un esperma con un cromosoma X de Raphaël Poulain en feroz carrera alcanza un óvulo de Amandine Fouet y nueve meses después nace la criatura que da origen a Le Fabuleux Destin d’ Amélie Poulain o El fabuloso destino de Amélie Poulain. Con los créditos vienen los colores predominantes, nada gratuitos e inspirados en un pintor brasileño, verde/rojo: luego, vendrá el azul, que con el amarillo y el rojo conforma los ‘colores primarios’, de los que hablaba el gran Van Gogh.
Su padre, antiguo médico militar, ya jubilado, trabaja en las termales de Enghien-les-Bains. Una flecha señala su rostro con el letrero: Boca apretada – Poco corazón, lo que de entrada alude no a una virtud sino a una falla: a él no le gusta orinar cerca de alguien, quizás porque pueden salpicarlo; ni como miran sus sandalias de modo despectivo, ni que se le pegue el nadador mojado. Todo esto lo seca. A Raphaël, por contraste, le gusta arrancar trozos de papel pintado, embolar sus zapatos con esmero, vaciar la caja de herramientas, limpiarla bien y ordenarla de nuevo. Su madre, Amandine, maestra, fue siempre inestable y nerviosa y ahí la flecha blanca con su letrero: Espasmo nervioso – Neurótica. Y su ojo izquierdo se cierra al instante. No le gusta que el agua le arrugue los dedos, que le roce la mano quien no le gusta, tener marcas de la sábana en la cara. Le gusta la ropa de los patinadores artísticos, dejar el parqué como una pátina, por lustrosa, vaciar su bolso, limpiarlo y arreglarlo otra vez.
Amélie tiene seis años y, como toda niña, quiere que su padre la abrace a veces. Pero, solo durante el examen médico tienen contacto físico: ante esta intimidad excepcional, el corazón le brinca y su padre se confunde: cree que tiene un mal cardiaco. Por esta dolencia ficticia, no va a la escuela y su madre hace de preceptora. Así que le enseña: ‘Las gallinas empollan a menudo en el convento’. ‘Menudos pollos’, dice Amélie y despierta su furia. En aislamiento, entre la febrilidad materna y el frío paterno, se refugia en su imaginación. Allí, los discos se hacen cual crêpes y la vecina en coma eligió dormir todas sus horas de un golpe. Mira a la cámara y dice que así después estará despierta noche y día toda la vida. Y se recuesta, mientras la adusta criatura de hace un instante, a su vez sonríe a la cámara, como una niña solitaria que busca cómplices. Su único amigo es Cachalote y está en una pecera: el ambiente lo volvió tan neurótico, potencial suicida, como los humanos con el virus/negocio.
El pez salta, como quien hace un clavado al revés, cae al piso y Amélie grita, histérica, como poseída por el dolor ajeno. El efecto se acentúa por el vértigo con que la cámara se aproxima. Siempre en movimiento, se dijo, a la manera del ruso Sergei Urusevski en Soy Cuba (1964), del georgiano Mijaíl Kalatózov, filme largo tiempo ignorado y redescubierto por Scorsese, junto a otro incondicional admirador: Francis Coppola, ex Ford. La madre se muerde un dedo (Amélie sigue su gritería con frenesí) y trata de sacar al pez bajo la estufa. El papá, con un gato mecánico, intenta ayudar. El pez vuelve a la pecera. Ante tanto intento de suicidio se decide: ¡basta! Un PPP muestra el rostro angustiado de Amandine. Mientras la madre desocupa la pecera sin titubeos, de Amélie se ven sus labios apretados en señal de bronca y duelo. Cae el pez, parece mirarlas y decirles quién es libre ahora. En medio de la lluvia, como alivio Amélie recibe una cámara Kodak Instamatic, tan de moda en los años 70 del siglo XX.
Aprovecha para tomar una foto del conejo que dibujan las nubes: uno gigante, si se compara con la casa en PP. Se voltea y clic a un oso de similar condición. Amélie ve chocar dos carros. Un vecino le dice que su máquina tiene un defecto: provoca accidentes. Como ha tomado muchas fotos, la asalta una terrible duda: mira la TV creyéndose responsable de un incendio enorme, dos descarrilamientos de trenes, la caída de un avión. Al descubrir que le tomó el pelo decide vengarse. Una escena de por sí desopilante: sujeto embobado por un partido de fútbol. Amélie parece cortarle las bolas así lo que corte sea el cable, en los momentos claves del juego que deviene tortura para el afiebrado hincha. Y la voz en off anuncia que ‘un día llega el drama’. Madre e hija están en Notre-Dame (hoy en millonaria reparación) para pedir que el cielo o la cigüeña le regalen un hermano. La respuesta ‘divina’, de los hombres, no se hace esperar: lo que cae es una turista de Quebec, dispuesta a acabar con su vida. O, con dos.
Porque cae encima de Amandine, quien ‘muere en el acto’. Se agrega: pero, si no hizo nada, ¿cómo que muere en el acto? Amélie queda así sola con su padre, con todo lo que la situación genera de inestabilidad y acrecienta su antisocialité-casi-misantropía. Ahora Amélie está en el parque con el oso que antes vio en las nubes.En efecto, Raphaël, ya muy poco sociable, ensimismado, erige un mausoleo en miniatura para acoger las cenizas de Amandine. Pasan días, meses, años, todo mostrado mediante tres cortinillas con los cambios de estación, para evidenciar que el mundo exterior parece tan muerto que Amélie prefiere soñar mientras llega la hora de partir. Un pájaro aterriza junto al oso nuboso que ahora parece un muerto más. La sincronía de la metáfora visual es perfecta: el pájaro vuela y el pájaro/mujer también levanta vuelo: Amélie, adulta, pasa con sus maletas, vestida de verde con una boina roja, por entre la verde/amplia Naturaleza. Pasan cinco años y ahora es camarera en el café Les Deux Moulins.
Café paradigmático e histórico de Montmartre, que en la vida real queda frente a la casa de Jean-Pierre Jeunet, el cineasta y cliente habitual de dicho bar parisino. Es el 29.ago.97 y en 48 horas cambiará el destino de Amélie, quien mira a la cámara, como sorprendida por lo que cree ver pero aún no sabe: el llamado ‘accidente’ en que mueren la princesa de Gales, Lady Di (esposa entonces del hoy tontín rey Carlos III, desde entonces amante de Camila Parker) y el millonario egipcio Dodi Al-Fayed, en realidad un asesinato premeditado, como sea que ¿desde cuándo un chofer de la ralea esa, bueno, realeza, va borracho o pasaría lo mismo si el viajero fuera Carlos? En tal sentido, bastaría conocer las entrevistas con la propia Lady Di, conocidas 25 años después de aquel fatídico 31.ago.97: ‘Éramos tres en este matrimonio, así que estaba un poco concurrido’, lo que marcó ‘un antes y un después para la realeza’. (1) Su actitud fue tan inaceptable para Isabel II que le exigió a Carlos divorciarse ya.
La realeza la veía, según Lady Di misma, ‘como una amenaza de algún tipo’ por lo que jamás sería reina: ‘No, no lo creo’ declaraba entre jadeos. (2) La vida de Amélie sigue tranquila entre sus amigos y los clientes de Los dos molinos. Allí está la jefa, Suzanne, quien cojea, pero jamás derrama un vaso: bailarina ecuestre; le gustan los atletas que lloran; le disgusta un padre humillado por su hijo; Georgette, hipocondriaca o ‘enferma imaginaria’: cuando no es migraña, es el nervio ciático; le ofende ‘el fruto de tu vientre…’ [Jesús]; Gina, la amiga de Amélie, con abuela curandera; le gusta hacer crujir sus huesos; Hipólito, escritor fracasado que solo al final tendrá su recompensa: al cabronazi le gusta ver cornear a los toreros por TV. Joseph, mira mal a los otros y un amante celoso, rechazado por Gina, a la que espía para ver si hay rival: solo le gusta reventar las burbujas de los embalajes; y Philomène, la azafata a la que Amélie le guarda su gato cuando va de viaje: a ella le gusta ver chocar el tazón en la loza.
Al gato le gusta escuchar contar cuentos a los niños. El fin de semana Amélie visita a su padre en tren. Como está jubilado, le propone viajar ya que nunca sale. Cuando jóvenes él y su esposa habrían viajado, pero no podían ‘por tu corazón’, el de Amélie, quien a veces va al cine, los viernes. Dice a la cámara que le gusta volverse y mirar la cara de los espectadores: para anotar detalles que a otros pasan desapercibidos. Lo prueba una escena de Jules et Jim (1962), de Truffaut, historia basada en hechos reales de un trío trágico que completa Catherine (Jean Moreau, 1928-2017). Amélie odia esos filmes viejos en los que el chofer no mira por donde va; aprieta los labios y la voz en off relata que no hay ningún hombre en su vida: lo ha intentado, pero, dada su timidez, el resultado no ha sido el que esperaba: esto contrasta con la riqueza de su mundo interior. Canal de St. Martin, donde Amélie tira piedras. Ahora, ve abajo al ‘Hombre de Cristal’: un apretón de manos le rompería los metacarpios.
Es la Osteogénesis Imperfecta (OI) de la que, a propósito, murió el gran pianista francés Michel Petrucciani. (3) Raymond Dufayel evita la calle hace 20 años. Nada ha cambiado. Amélie se refugia en la soledad y se pregunta sobre la ciudad donde vive, v. gr., ¿cuántas parejas tienen un orgasmo ahora? Con variados ejemplos, voltea a la cámara y exclama, como si tuviera otro: ‘¡15! Por fin se llega al 30.ago.1997, fecha del suceso que cambiará para siempre su vida. Lady Di ha muerto esa noche en un ‘accidente’ orquestado, o sea, no ha sido accidente sino asesinato, encubierto desde entonces. Se dijo, iba con su amante Dodi Al-Fayed. El machismo/patriarcal no le excusa su infidelidad con el tontazo del príncipe Carlos: en cambio, sí que éste le ponga los cuernos, hasta hoy, con la Parker Bowles. De pronto, la tapa de una loción cae, golpea una baldosa y Amélie descubre un tesoro oculto hace 40 años. Que luego le entregará a su verdadero dueño, no Dominique Bredoteau sino D. Bretodeau…
Los 20 cuadros que Dufayel ha hecho del cuadro de Renoir El almuerzo de los remeros nos hablan, al tiempo, de las estrechas relaciones, primero, entre ópera y cine, y, luego, entre pintura/fotografía y cine: como ayuda a entenderlo la bella charla que el crítico catalán R. Gubern dio en el Museo Nacional, de Bogotá, el 13.nov.2012. Con él tuve la fortuna de hablar del cine ‘como forma de síntesis’ (y lo más parecido a la obra de arte total que Wagner situaba en la ópera, madre del cine, pintura, madrastra y padre, el documental) en la que la pintura ‘tiene aura’ mientras la fotografía ‘ya no’, como cree W. Benjamin, pero el aura hoy se desmorona con la tendencia humana a adueñarse de los objetos por la vía más expedita de la cercanía, la imagen, más bien copia/reproducción, así se siga hablando de originales. (4) Y de que me firmara sus libros. Dodi sale del hotel Ritz, cuyo dueño es su padre Mohamed, y la historia se interrumpe cuando Amélie saca un cofre cubierto de polvo: otro guiño fílmico.
Esta vez a Im Lauf der Zeit (1975/76) o Al filo del tiempo, de W. Wenders, en el que el mecánico de proyectores Bruno Winter descubre en una casa a orillas del Rhin otro cofre que le trae de vuelta su infancia. (5) Un arquero con un balón y voz en off: solo el hombre que descubrió la tumba de Tutankamon o de Akenatón (el último faraón egipcio, del que habla Gérard Vincent en su novela Akenatón – La historia de la humanidad contada por un gato, (6) cuyas primeras 89 pp. leí a Santiago y Valentina de un solo tirón), entendería su emoción al descubrir ese tesoro que un niño ocultó 40 años atrás: allí hay un pito, un ciclista y su bicicleta, un carro de carreras antiguo tipo Fangio, fotos de motos. Amélie apaga la TV con imágenes de la caída de Lady Di. A las 4:00 a.m. del 31.ago.97, tuvo una idea luminosa: donde esté, hallará al dueño y le devolverá el tesoro. El que jamás tuvo porque como Don Abundio jamás tuvo infancia por el yerro paterno de confundir emoción con mal cardiaco…
Amélie en cama. Si conmueve al dueño, dedicará su vida a ayudar a los demás (como desde distintas orillas hace mucho tiempo, Marthica y María del Rosario, et al) y si no nada que hacer. Sale Madeleine y le recuerda a Amélie que poco se le ve y a la que ésta le pregunta si algún niño vivía en su casa c. 1950. Le ofrece un Oporto y le dice ‘sí’, ha conocido tantos chicos: al inicio es bonito, luego resultan petardos, bolas de nieve. Amélie llegó a Montmartre en el 64. El marido de la vecina trabajaba en seguros ‘Mariquita’. Todos contaban que tiraba con su secretaria y que pasaron por todo hotel: ninguno cutre, porque la ‘zorrita’ abría las piernas, pero con satín. Su marido robó la caja, primero un poco; después 50 millones de golpe… y avión para La Pampa. El 20.ene.67 le informaron que su marido había muerto en un accidente en Suramérica. Su vida se acabó y León Negro murió de pena: ¡pobre animal! Y ambas miran al perro negro embalsamado cual faraón, llámese Akenatón o Tutankamon…
La vecina Wallace le dice a Amélie si ve el amor con que sigue mirando a su dueño: ‘Ya le leeré sus cartas’, agrega. Las mismas que luego, a escondidas, Amélie hará suyas. Como esta en la que le dicen: ‘Querida Mado’. Por Madeleine, aclara. Ya no como ni duermo. Vivo para saber que dejé en París mi única razón de vivir. La recuperaré el viernes en 15 días, cuando vea aparecer a mi adorada comadreja en la estación con su vestido azul de tirantes, ese que te parece muy transparente. ¿Le han escrito algo así? ‘No, no soy la comadreja de nadie’, dice con la mayor espontaneidad Amélie. Soy Madeleine por ‘llorar como una magdalena’ y Wallace, por las fuentes: o sea, estaba predestinada a llorar. Sobre el tesoro, le recomienda hablar con el tendero Collignon, quien le dice que en el 50 tenía dos años, como Lucien, el cretino ahí, que si bien no es un genio le gusta a Amélie. Lucien (actor y productor franco/marroquí) es André Moussah en la comedia/romance Angel-A (2005), de Luc Besson.
También protagoniza, como Saïd, Indigènes (2006) o Días de gloria, de Rachid Bouchareb, filme en el que argelinos y marroquíes se alistan por Francia para pelear no solo con los nazis: con el racismo y la inequidad. (7) Amélie ya mira a Collignon como quien busca desquitarse, a nombre del ‘subnormal’, por su matoneo. Sonríe a Lucien. Aquél le aconseja buscar a su madre, que tiene memoria de elefante. Llega a una mansión y golpea: ‘Bredoteau’, le dice un viejo, ‘es el nombre que busca’, solo que si lo dice él no cuenta: ‘chochea’, como reitera su mujer. ‘Veamos: Camus, 2º, derecha. No, la escalera B, era Brossard. Sí, ya está. Bredoteau, 5º, derecha. Eran del Pas-de-Calais. Bredoteau. Amélie baja el Metro, cuyos colores de fondo son verde y rojo. Un ciego escucha música en un tocadiscos, avanza y se topa con el tipo del fotomatón, Nino Quincampoix, 4 fotos por 20 ₣. Amélie consulta la guía, pide permiso para salir más temprano del bar y le cuenta que el personaje a quien busca se llama D. Bredoteau.
Ya timbra en su casa, solo que no espera sea quien le abre: bueno, no siempre los seres de la realidad son los que produce Hollywood. Menos una comedia francesa que ironiza sobre la industria de enlatados audiovisuales. Amélie es una suerte de cómic aterrizado en la realidad urbana. Aquí, de París y su emblemático barrio, cuna del arte moderno, Montmartre. Le dice que viene por la petición para canonizar a Lady Di, a lo que el sosías, enfático responde: ¡No! Y le tira la puerta. Amélie mira una libreta. Sube al metro, que avanza veloz, tras tachar a D. Bredoteau. Llega a un edificio más y pregunta por otro Bredoteau y cita ‘el censo de la UE’. ‘Suba, 3er piso’. Sale del ascensor y enseguida una mujer como dibujada por Tamara de Lempicka, cuyos rasgos art decó son notorios en el brasileño Juárez Machado (1941), a quien Jeunet retoma en su filme, justo, por los colores verde (pasión), rojo (ecuanimidad) y amarillo (euforia), una mujer elegante dice: ¿Earl Grey, bergamota, jazmín?, una pregunta compleja.
Porque va sobre la mezcla de té aromatizada con esencia de bergamota, fruta a su vez de una planta cítrica fragante de la que se usa el aceite, extraído más de la corteza que de la pulpa. Llega a otro edificio (aviso: Conserje), y le pregunta a una señora por Bredoteau que, parece, es apellido muy popular en París. Humor mortis: ‘Mi pobre señorita, casi se le escapa, por ahí va’. Y ambas miran arriba, a la escalera: cuatro personas bajan un féretro. Amélie sube y un viejo le aclara que el problema es de dislexia nombrae: ‘Es Bretodeau, no Bredoteau’. Y le ofrece vino con canela. Nunca me lo había cruzado, en 5 años, dice Amélie. Es el ‘Hombre de Cristal’, pero se llama Raymond Dufayel, ya se dijo. A ella le encanta El almuerzo de los remeros, cuadro ya citado de Pierre-A. Renoir, que aquél tiene en su sala, o ése paradigma del impresionismo, cuyo hijo ilustre es el cineasta J. Renoir, exponente del realismo poético con filmes como Los bajos fondos (1936), La gran ilusión (1937), La regla del juego (1939).
Dufayel es, en plata blanca, un falsificador de cuadros. Historia similar a la de Wenders en El amigo americano, con los cuadros de Edward Hopper, retratista de la soledad en EE.UU., país donde es su mayor cáncer. El cineasta Nicholas Ray juega el rol del pintor Derwatt, quien no solo se hace pasar por muerto para vender mejor sus obras, sino que falsifica los de Hopper. Lo peor de reproducir son las miradas. A Dufayel le parece que a veces cambian de humor (es decir, las pinturas están vivas) en tanto da media vuelta. Como quien, de paso, confiesa su culpa por la piratería. La única que se le escapa es la chica con el vaso de agua, quien estando ‘In’ parece estar ‘Out’. ‘Quizás sea distinta a las demás’, Amélie anota desde su propia experiencia. O vuelve sobre lo dicho: saber capturar los detalles en los filmes, como pasa con ese insecto que se cruza entre dos personas en Jules et Jim, de Truffaut. Por eso, Dufayel apunta que tal vez de pequeña no jugaba con los otros niños, en efecto, como Amélie.
Por estar recluida a causa de un mal cardiaco que reposaba en la cabeza de su atribulado padre. Atribulado, se dice, porque era víctima de la tensión familiar generada por la neurosis de Amandine. Quizás nunca jugaba, agrega Dufayel. Le da las coordenadas del esquivo/único D. Bre-to-deau. Esa mañana, como cada martes, Bretodeau compra pollo. Con la cámara en su espalda, el amplio plano muestra un fondo verde, que empieza por su chaqueta, y rojo, en esencia. Pero, hoy no comprará pollo, ni pasará de cierta cabina telefónica. El verde sigue con su camisa, como se ve cuando halla el tesoro que Amélie le deja. Al abrirlo, el llanto brota con la emoción que arrastra: ‘En un segundo todo vuelve a su memoria’. Lo que confirma que somos esclavos de ella y no sus dueños. La victoria de Bahamontes en el Tour del 59, las enaguas de la tía Josette, y, ante todo, aquel trágico día que, como le pasó a quien escribe en el CHACA por allá en el 64, ganó todas las canicas en el recreo. Y el profesor pita.
Pita y le recuerda lo de la pinza y al hacerlo las bolas de cristal salen a borbotones de su saco, mientras el tirano le hala la oreja. En el bar, Bretodeau pide un coñac y a su lado, Amélie. Sin que lo sepa, claro. Atribuye lo que le acaba de pasar a su ángel de la guarda. Ella, sonríe. Fue como si la cabina lo llamara: y al barman justo el microondas. La vida es extraña, dice Bretodeau: ‘Cuando eres niño no pasa el tiempo y, de pronto, un día, tienes 50 años’. O como digo: cuando niño un día era una semana; ya adulto una semana parece un día. Lo que queda de la niñez cabe en una caja oxidada, cierra Bretodeau. Le pregunta a Amélie si tiene hijos. Niega con la cabeza y evita mirarlo, por su timidez proverbial. ‘Tengo una hija que tendrá su edad. Hace años no hablamos. Creo que ha tenido un chico, Lucas. Es hora de visitarla antes de que él acabe también en un cajón’. Amélie se va. Ha hecho su obra de caridad, como se debe, en silencio, sin publicidad/propaganda alguna. Está en total armonía consigo misma…
Le ha dado felicidad a alguien que ya no veía salida para su encrucijada existencial. En ralentí, ahora todo lo ve perfecto: la suavidad de la luz, el perfume en el aire, el rumor de la ciudad. Cruza el Sena y el fondo es verde. Inhala y la vida le parece tan simple y limpia que un vivo deseo de ayudar a la Humanidad se apodera de ella. Se reencuentra con el ciego del Metro, le da una mano y le ayuda a cruzar la calle, mientras le describe todo lo que pasa y lo que vale cada cosa, en este caso, a través del precio, lo que parece igual, pero es distinto. Luego, el informe de TV: ‘Nunca supo relacionarse con los otros. De pequeña siempre estaba sola’. Y el relato de aquel día de julio, cuando la gente se divertía en la playa, los parisinos muertos de calor observan los primeros fuegos artificiales tradicionales, y en paralelo Amélie Poulain, la madrina de los marginados, la Madonna de los sin amor, sucumbe a su extrema fatiga. Miles acuden al cortejo, mostrando en silencio el dolor de la orfandad que los asiste.
Extraño destino de una chica que dio todo lo que tenía y era sensible al discreto encanto de la burguesía y de las pequeñas cosas. Cual Quijote combatió al implacable molino de las miserias humanas. Combate perdido de antemano que de forma prematura la liquidó con apenas 23 años. Así, Amélie Poulain, exhausta, veía marchitar su breve existencia en la vorágine de los umbríos por la pena universal. No obstante, un hecho la agobiaba cual tábano en res: dejar morir a su padre sin haber intentado jamás insuflarle a aquel hombre víctima de la asfixia, el aliento vital que ella había logrado inocular en tantos otros. Todo lo anterior, prueba irrefutable de lo distractor que puede resultar el adjetivo ‘romántico’, asignándoselo a alguien por idealista y no como persona, aquí, una mujer, de acción, combativa, luchadora contra la injusticia, a favor de los derechos y por el goce de los demás. Amélie retira el gnomo que puso su padre en el jardín y corre rápido a la estación del Metro que en ese instante cierra.
En el fotomatón de Nico se duerme. Éste, en moto, persigue a un señor en carro. Por esquivar a otro, cae un bolso. Amélie lo recoge. Páginas enteras de fotos que sus dueños, por decepción, rompieron y tiraron y que un orate vital reconstituyó/catalogó. Todo un álbum de familia: disfuncional, harto díscola, hoy muy frecuente. Amélie lo cierra, como pensando qué hará. Le piden Gauloise rubio a la hipocondriaca Georgette, pero dice ‘un momento, aquí hay mucho humo’. No los ve. A la derecha, le dice la clienta. Un viejo opina que toda mujer desea dormir sobre un hombro de hombre. Suzanne: ‘No digo que no, pero en tanto beben un poco, roncan’. Como si ellas, no. ‘Y tengo un oído musical’. ‘Yo me operé el tabique nasal’. ‘Vaya, al menos es romántico’. El viejo: ‘Se nota que no conoce el verdadero amor’. ‘Tengo una pierna más corta por conocerlo’, dice ella con acritud. Se enamoró de un trapecista que la dejó antes de entrar a la pista. La tiró por tierra, lo mismo que al caballo, y ella estaba debajo.
‘Sea como sea, existen los flechazos’, dice el viejo ataviado de verde, hasta los ojos. Los demás están de verde y las mesas son rojas. Como si se aludiera a la Naturaleza y a la sangre que corre por las venas no solo de América Latina sino del mundo entero. Vitalidad y pasión en esos dos colores. Suzanne no dice que no, por 30 años detrás de la barra, sabe mucho de eso, podría recetar al viejo: ‘Elije a dos clientes, les hace creer que se gustan, los deja tejer y nunca falla’. Amélie le dice a Joseph, el enano arrogante que graba a todos, si no cree que hace mucho daño. Para él, Gina se defiende sola. Pero, ella habla es de Georgette. ‘Abra los ojos, espera que se fije en ella’, le dice, ‘y usted solo mira a Gina’. Georgette no sabe cómo será el nuevo cliente, pero no puede ser peor que el orate de la grabadora. Pero, Joseph no está loco, sino que sufre, ‘eso es todo’, le dice Amélie. Hace dos meses acabaron el trabajo, pero viene todos los días. Es masoquista o le gusta padecer. ‘No me diga que no lo ha notado’.
Eso le suelta Amélie a Georgette. Basta saber que se sienta siempre ahí. Y le dice que si no le hace falta algo a su estanco de tabaco: ‘Pues no, no lo veo’. Amélie va al quiosco y ve la edición especial sobre Lady Di en el France-Soir y, lo no menos importante, la nota: ‘Aparece una carta enviada hace 30 años’. El correo de unos alpinistas se encontró en un glaciar del Mont-Blanc. Sí, la del traidor a Madeleine en tierras de La Pampa. ‘Al menos una vez que la princesa era joven y bella’, dice la mujer del quiosco. Y Amélie, con acendrado sentido de equidad: ‘¿Si hubiera sido fea daría igual?’ La chismosa hace gala de su humor ‘indio’, aquí: ‘Ah, claro, mire a la Madre Teresa’, la de Calcuta, muerta con 5 días de diferencia frente a la Princesa de Gales, pero jamás Reina de Inglaterra, por razones de clase, machismo y sexismo de la ralea esa. ‘¿Y ése, [Joseph], sigue persiguiendo a Gina?’ Amélie: ‘No, ahora se interesa por otra’. ‘¿Alguien que conozco de Les Deux Moulins, no será usted?’ ‘Ni yo ni Suzanne’.
Dufayel y Amélie vuelven al álbum. Se preguntan ¿por qué hacerse fotos con regularidad por toda la ciudad para luego tirarlas? Parece un ritual de un obseso quizás por envejecer, lo único que lo tranquiliza. ‘Es un muerto’, conjetura Amélie. ‘Sí, un muerto que teme perderse en el olvido. Y hace eso para recordar su rostro a los vivos’, reitera el Hombre de Cristal, que solo en estos casos no se quiebra porque, con su sentencia, apunta a lo que no pasará con Amélie. ‘La chica del vaso de agua’. Quizás se desvive por solucionar las vidas de los demás, es el paralelo que establece con su propia vida. Pero, ¿y ella y los problemas de su vida, quién los solucionará?, y Dufayel, se le mete así al rancho de sus ojos. ‘Es mejor ayudar a los demás que a un gnomo’, cree/siente Amélie. La del quiosco le recuerda a Georgette que está radiante y que ‘nadie puede vivir sin amor’, como piensa Fito Páez (8) y sentía/creía Fassbinder. Suzanne habla con Hipólito, quien alude a sus rechazos editoriales: entonces, le cita a alguien.
Nada menos que a su primo, crítico literario e Hipólito le responde: ‘Los críticos son cactus que viven picando a buitres que viven de su pluma’. Paréntesis: menos mal, quien escribe no es cactus o buitre ni vive de su pluma, sino de lo que escribe, ni mucho menos del aire, como el tristemente célebre poeta bonsái. A aquél le llegará su hora, no precisamente por cazador de hombres o de mujeres, apenas por escribir el diario de un tipo no sobre lo que le pasa sino sobre los desastres que podrían pasarle y como eso lo deprime, no hace nada: ‘O sea que va de inútil’, lo lapida otra empleada de Les Deux Moulins. En efecto, por vía de Amélie, Hipólito obtiene su recompensa, vía grafiti: ‘Sin ti, las emociones de hoy no serían más que la piel muerta de las pasadas’. Lo más simple en teoría puede ser lo más concreto y profundo en la práctica. De manera que ¡salve Hipólito!, nombre que en griego significa ‘Guerrero’ o ‘el que desata los caballos’. ‘Él le dedica su libro y usted olvida su cuenta’, ironiza la fulana.
Amélie delira, en modo humor/imaginación, con el padre: que tuvo dos infartos y abortó porque metió crack, el bazuco gringo, estando embarazada. ‘Aparte de eso, bien’, satiriza. Y agrega que el gnomo no estaba. La voz en off le recuerda que, ante la pérdida del álbum, una mujer normal se arriesgaría a llamar a Nino, lo citaría para dárselo, el álbum, sabría si vale la pena seguir soñando, se enfrentaría a la realidad. Pero, eso es lo último que quiere Amélie. El perro y el pato se mueven dentro de sus cuadros; el cerdo, también, y apaga la luz. Al final, ¿no estará enamorándose? Amélie llama al Video-Palace Rey del Porno, por lo del anuncio y le preguntan si está depilada. Madeleine recibe su carta 40 años después. Raphaël Poulain le pide al taxista que lo lleve al aeropuerto internacional. El 28.sept.97 Félix Lerb descubre que hay más conexiones en el cerebro que átomos en el universo, lo que por otra vía alude a que predomina lo interior sobre lo exterior. Nino y Amélie van en su moto a toda velocidad.
Aquí, Amélie se va contra F. González en Viaje a pie, pues dirá: ‘Los hombres que han de ser nuestros, si han de ser nuestros, vendrán a buscarnos’, aunque sea la mujer la que decide con qué hombre se queda. El narrador, en literatura es el narrador omnisciente, que sabe todo lo que describe de hechos y conoce hasta el inconsciente de los personajes; la voz en off, opera desde que Amélie es fecundada el 3.sept.73 a las 6:28:32 de la tarde: a través de uno y otra, Jeunet quiebra el concepto, propio de la ópera, de las cuatro paredes, al posibilitar el contacto visual personaje/espectador. Una vez le entrega el tesoro a Bretodeau, decide hacer felices a los demás, sin ruido ni propaganda alguna: es mucho mejor consagrarse a los demás que a un gnomo. El cuadro de Renoir es clave para que por vía de la chica del vaso descubra su compromiso con la propia vida, hasta ahí ausente. El apretado nexo histórico pintura/cine, lo evidencia Amélie desde el discurso hasta la dramaturgia pasando por la puesta en escena.
Con tres referentes precisos: Pierre-Auguste Renoir, Juárez Machado (junto a la cama de Amélie, su cuadro Una cena muy especial: el concepto de color en el filme parte de su pintura), Tamara de Lempicka. También, cabe recordar al ilustrador Michael Sowa, el autor del perro y el pato que cobran vida en la pared de la cama de Amélie. El sitio donde residen Amélie y vecinos es un sitio urbano signado por la rutina cotidiana, el deterioro paulatino, la existencia asfixiada, y, por contraste, la vida que bulle entre Metro, tienda/frutería, bar, parque mecánico, Sex Shop, casa de Raphaël y que hierve en el corazón de Amélie. En ella, la soledad es acarreada por la frustración. Su lastre para socializar deriva del miedo, la inseguridad, la timidez, factores que ella transforma gracias al sueño, la imaginación, en fin, su planeta interior: cuya mayor riqueza radica en ese sucedáneo de la inteligencia, la alegría, ya que no se es feliz, sino que se desea y el único camino a tal utopía es justo solo la alegría.
Amélie ha tenido miedo en la vida. Pero, al contrario de Hollywood y, más allá, del Sistema, no vive del miedo ni lo proyecta hacia los otros En esa empresa la ayuda Nino y por eso se enamora y ahora sabe que ‘solo quien no tiene ningún tipo de miedo puede amar libremente’. Sin embargo, la salvadora de los demás, no logra salvarse a sí misma: tal vez sea el precio de ese sacrificio hecho en nombre del amor, o sea, la libertad. Todos aquellos a los que ayuda a transformar, a quienes ha dado tanto, le retribuyen con creces su entrega y la ayudan a mantener a flote, a sobrevivir, si bien no a vivir en absoluta plenitud: lo que solo se lograría en el país de cucaña de que habla el soberbio maestro de la ironía Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver. (9) En cierta forma, Amélie es Gulliver, así como Swift inventa idiomas para él, pero el gigante no sepa qué dicen, Amélie inventa trucos para joder al tendero, v. gr., pero los gigantes, para el caso sus vecinos, no son, paradójicamente, más grandes que ella.
En conclusión, valor, firmeza, carácter de alguien, no solo mujer, va a veces en relación inversa a su tamaño. Amélie, en todo caso, se quedará en la memoria. Su destino, contenido en el título original del filme, no podría abordarse desde el antiguo raciocinio griego, mítico, como esa suerte de fatum ineludible e inefable regido por fuerzas extrañas, sino desde la acción humana que lo determina. El caso Amélie, es el de una mujer que no se perderá en el olvido, mientras haya seres agradecidos que la recuerden. No por tristeza o lástima, gusto o disgusto, por su efímera vida o la impotencia en que creció presionada por desamor, soledad, extravío. No, se le recordará por haber hecho de su breve existencia un martiano/maría-del-‘rosario’ de buenas/bellas acciones para que la vida de los seres humanos tenga un mayor/mejor sentido, para que descubran por sí mismos su riqueza, la de ellos y la de su vida y obra, para que el amor siga siendo la fuerza transformadora en su extenso o fugaz devenir.
A Marthica y Ma. del Rosario, ex aequo, esperando haber coincidido en comprender a Amélie.
A Santiago adorado, por quien al recordar a Valentina siento un viento caliente en la mejilla.
A todos aquellos que, de uno u otro modo, siembran la semilla del afecto/amor en los demás.
Escrito por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento
Notas, enlaces y bibliografía:
(1) https://www.youtube.com/watch?v=2Lt_fzZgvk8
(2) https://www.youtube.com/watch?v=wbG3Fzc7fow
(3) https://www.elespectador.com/el-magazin-cultural/la-esencia-del-jazz-article-351333/
(4) BENJAMIN, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Eds. Godot, 2019. https://www.ucm.es/data/cont/docs/241-2015-06-06-Textos%20Pardo_Benjamin_La%20obra%20de%20arte.pdf
Publicado originalmente en Rebelion
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