Cuentos Latinoamericanos para pasar la Cuarentena

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Continuamos hoy la serie de cuentos de escritores Latinoamericanos Para Pasar la Cuarentena con la escritora Mexicana Mariel Iribe Zenil

Un presentimiento

.

Dedicado al recientemente fallecido escritor, periodista y cineasta chileno Luis Sepúlveda

.

Olga siempre creyó que era una locura pensar en la muerte,
hasta que empezó a sentirla cada vez más cerca, como
una especie de aura; una presencia con vida propia que la
rondaba por los espacios de su casa. Una mañana, al despertar,
sintió que la angustia le oprimía el pecho, y mientras
veía por el borde de la ventana cómo bajaba la neblina
hasta los techos de las casas, volvieron las imágenes en las
que siempre agonizaba en diferentes escenarios. El pensar
en un desenlace trágico no era capricho, sino consecuencia
de los sueños. Había tenido la misma pesadilla todas las
noches, y para ella eso significaba experimentar la angustia
de la muerte como un lapso interminable.
La primera vez que tuvo esas visiones fue una noche de
lluvia. Apenas cerró los ojos vio cómo brotó entre la penumbra
un caudal de sangre de los surcos de la tierra. La sangre
emergía en espesas burbujas. Ella corrió al ver cómo el líquido
humeante se deslizaba hacia sus pies y de pronto sintió
que unas trenzas le golpeaban la espalda y que las piernas
se le hacía cada vez más cortas. Su cuerpo se había
convertido en el de una niña. Llegó hasta una casa aparentemente
abandonada. El lugar estaba en ruinas. Lo único
que lucía intacto era una puerta de madera. Olga alcanzó a
golpear con su cuerpo infantil la aldaba. El eco del metal
cayó como un travesaño hueco sobre la puerta. Entró a la
casa y el lugar le pareció deprimente: las grietas subían por
las paredes hasta los horcones. De pronto se vio frente a un
espejo y, antes de cobrar plena conciencia de ese instante,
advirtió que su rostro era el mismo.

Fue entonces cuando tuvo la sensación de que un hombre la tomaba de la mano.
Todo aquello le pareció un recuerdo. Cuando se dio la
vuelta estaba frente a una cama con sábanas rojas.
Se agachó,
levantó la tela de una esquina para mirar debajo y descubrió
una corriente de agua cristalina. Quiso tocarla pero
despertó en su habitación. El manantial había desaparecido.
Olga seguía parada frente al ventanal, le gustaba imaginar
un final diferente para cada sueño. Cerraba los ojos y si
hacía un esfuerzo podía ver su cuerpo cayendo por un acantilado,
rodando hasta tocar fondo contra las rocas puntiagudas
de la costa; o una parvada de aves carroñeras la embestía
buscando el blando blanco de sus ojos; o de pronto se
pensaba parada en la estación del tren, luego dentro de un
vagón donde a través de una de las ventanillas se veía así
misma cruzar la vía y atravesar los andenes hasta llegar a
la calle. Acelerar el paso. Atarse el listón del abrigo hasta
sentirlo ajustado en la cintura. Acelerar el paso. Bajar la
banqueta y al mismo tiempo que tocaba el asfalto, la mujer
que caminaba en la calle giraba la cabeza y entonces podía
verse a los ojos. Después, ella, la del exterior, caminaba de
prisa y un auto la arrollaba a gran velocidad, dejándola tendida
sobre el pavimento.
Javier abrió la puerta, y apenas entró a la recámara, ella
lo sorprendió con una pregunta:
—Si muriera ahora, ¿te acordarías de mí?
Él se sentó en la mecedora hasta que se detuvo con un
par de bruscos movimientos.
—¿Y quién te dijo que te vas a morir?
—Lo sé desde hace mucho tiempo.
—Si te mueres ahora, te buscaré espacio en una de las
macetas del jardín, pues no nos alcanzaría para un funeral
decente.
—Siempre es lo mismo. Es la última vez que te cuento
mis secretos.

—Tranquila, te traje un regalo.
Olga se levantó de la cama y los dos se dirigieron a la cocina.
Javier acomodó los cubiertos en la mesa con cuidado.
—¿Sabes qué significan los sueños?
—No sé, creo que hay diferentes significados. Yo una
vez soñé que tenía las manos tan débiles que trataba de
agarrar las cosas y todo…
Olga escuchó la voz de Javier como un eco que cada vez
se fue haciendo más lejano y volvió a caer en un precipicio.
No tenía que cerrar los ojos para que la imaginación y el
miedo la tomaran por sorpresa.
“Que caiga todo, que se derrumben los coros con sus
iglesias y sus acordes”, escuchó, y pensó que esa voz venía
de sus adentros. Levantó la vista y se vio rodeada de flores
blancas que descansaban en una larga fila que parecía extenderse
hacia el horizonte. Se acercó con desconfianza
a uno de los ramilletes y al hurgar entre los pétalos encontró
una mano, tan pálida como el rostro que había visto
aquella vez en el espejo. La sostuvo unos segundos tratando
de entender qué hacía allí adentro, pero sintió asco de
haberla tocado y la soltó. Al verla en el suelo, se dio cuenta
de que la extremidad era suya y antes de volver a tocarla
para buscar una cicatriz, un recuerdo que le ayudara a reconocerla,
cayó la noche. Ya era difícil encontrarla en la penumbra.
Sintió que la había perdido para siempre.
—Quise soltarme y salir corriendo —dijo, e interrumpió
a su esposo que seguía hablando de sus sueños.
—¿Qué tienes?
—No lo sé, fue una sensación extraña, como si todo pasara
claramente frente a mis ojos.
Javier se quedó callado.
—Tranquila. Ya pasó, abre tu regalo.
Puso una caja blanca sobre la mesa.
Olga sonrió ligeramente. Se acercó con una alegría tibia.
Tomó la caja y tiró de uno de los extremos del listón que

cayó desparramando sus tentáculos de terciopelo. Alrededor
de la casa había un eco de ruidos silvestres, ruidos tenues
que al escucharse con calma parecían más una marcha
que un trinar de aves descompuesto. Abrió la alargada caja
blanca. En la oscuridad de la casa, el filo de un cuchillo
cortó la noche con un destello plateado.

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Foto: Ilustracion de Benjamin Lacombe ” La Frida artista naciendo de los restos de la Frida niña”

Los articulos del diario La Humanidad son expresamente responsabilidad del o los periodistas que los escriben.

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