Cuentos Latinoamericanos para pasar la Cuarentena
Continuamos hoy la serie de cuentos de escritores Latinoamericanos Para Pasar la Cuarentena con el escritor Boliviano Yuri Soria-Galvarro (actualmente radicado en Chile)
El cansancio de Ferrada
A la mayoría de la gente el espejo le devuelve con los años una imagen abultada o flácida y, más o menos de la misma manera que le sucede a un gato cuando lo castran, es la constatación de que la vida siempre gana. Pero lo que Ferrada ve en el espejo le evoca un rostro que alguien hubiese tallado a cuchillo en un tronco de pellín. Él se encamina a ser un sabueso en desuso, pronto a sumergirse en la jubilación aburrida y ajustada. Después de afeitarse, mientras se moja la cabeza y acomoda sus escasos pelos, contempla a un tipo terco y nervudo, a un detective flaco de ojos salidos hacia afuera, viejo, pero todavía operativo. Se acomoda el chaleco antibalas y más que un sabueso parece un perro de pelea lamiéndose después de la función, aunque recién se está alistando para salir a escena.
Son las cuatro en punto de la madrugada y les dan el vamos. Suben a los vehículos y salen en caravana sin encender las balizas ni las sirenas. Últimamente los años de su niñez en Coyhaique regresan con fuerza, allá siempre se levantaba temprano, sobre todo durante el verano cuando arreaban ganado con el viejo. Una de las cosas que Ferrada siempre lamenta, aunque no se lo ha dicho nadie, es no haber estado cuando cayó al barranco, quizás lo habría podido salvar. Se habían distanciado después de que el viejo insistió en que debía viajar a la capital para labrase un futuro de verdad. Rememora un amanecer en la cordillera de Alto Coyhaique con el cielo rosado y una luna llena amarilla como plato deslizándose entre los cerros, debió de ser el último verano que pasó en el sur.
Santiago a esta hora se aprecia mucho menos poblado, pero la calma no logra imponerse: los perros vagos, los borrachos, las prostitutas y los travestis habitan algunas esquinas exhalando gruesas bocanadas de vapor y resentimiento a la ciudad que durante el día los convierte en seres invisibles. Avanzan raudos por la Avenida Américo Vespucio que en algunas horas más estará intransitable, debido a la cantidad de autos y choferes histéricos. Le duele la rodilla y la frota enérgicamente tratando de que gane calor. Su unidad llevaba semanas con esta investigación; seguimientos encubiertos algunas veces, otras haciéndose notar para que algún pelele se asustara e hiciera la llamada equivocada, y la mayoría del tiempo dedicados a escuchas de celulares, filmaciones e interviniendo correos en internet. El caso en sí era simple y demasiado común en los últimos años. Un tipo, «X», financiaba y dirigía una organización delictiva de pasta base y cocaína. Se traían embarques regulares por Arica usando camellos de baja monta desde Perú y Bolivia. Los hijos de «X», «Z» e «Y», estaban encargados de la distribución mayorista y trabajaban con la eficiencia y frialdad de un banquero suizo. Contaban con un pequeño ejército de soldados reclutados entre los hampones más despiadados de la zona sur; conocidos como los Zombis por su adicción a la pasta base, que se habían impuesto a sangre y fuego a sus competidores. Se tenía indicios de que, entre otros asesinatos, eran responsables del descuartizamiento de una mujer cerca de la Cárcel Pública. El fiscal a cargo e Inteligencia tenían ya un mapa completo de la banda. Recibieron la orden del día indicando que la fase final de la «Operación zombi» se iniciaba esta madrugada. Se allanarían varios domicilios, el principal era la fortaleza donde vivía «X». Uno de los Equipos de Reacción Táctica Antinarcóticos ERTA estaba a cargo. Y la unidad de Ferrada, que conocía bien el sector, debía cubrir la retaguardia y evitar que alguno de los delincuentes huyese por los techos o callejones. A Ferrada, al principio el ERTA, le parecía una caterva de detectives jóvenes y petulantes, un equipo de cabezas de pistola, pensaba, como esos cazadores de fin de semana que son propensos a herir a alguien hasta con un cortaúñas, pero le había tocado verlos en acción y fue cambiando de parecer, le impresionó su sangre fría y la continua preparación a la que se consagraban, sobre todo la unidad de Mansilla, que era la que participaba hoy. Mansilla que también era nacido en el sur. Algunas cuadras antes de llegar al objetivo, de acuerdo a lo planificado, se dividen. El grupo principal del ERTA va por adelante, la unidad de Ferrada con cuatro vehículos por atrás, y un tercer grupo se despliega copando los puntos de acceso a las avenidas. Ferrada y sus colegas se dan cuenta de que el auto a la entrada de la población, no está, eso puede ser muy bueno o muy malo, en ningún caso normal, los vigilantes siempre están en esta calle con una camioneta Chevrolet roja o en un Nissan negro tuneado con luces azules.
Coordinando por la radio toman posición en la parte trasera de la casa y apagan las luces. Ferrada, casi en seguida, siente los golpes del trinquete con el que los del ERTA rompen la puerta principal. Ellos esperan parapetados detrás de sus vehículos y tienen la orden de no participar en el allanamiento, solo cubrir una eventual fuga. Ferrada ve cuando uno de los traficantes, un «soldado», con un arma larga automática sale por una ventanita del segundo piso y se arrodilla en el techo apuntando hacia la puerta que da al patio. Los golpes cesan y dan paso a los ladridos y los gritos. Se escuchan algunos disparos y vidrios que se rompen. El «soldado» permanece inmóvil, parece un escombro arrojado al techo, inservible y oxidado. Entonces Ferrada abre los ojos como un pescado colorado al que le arrancan el anzuelo a tirones y su instinto le indica que debe actuar. Aprovechando el barullo salta el cerco y avanza elástico con el paso de un ñandú macho defendiendo a sus crías. Se camufla entre las sombras con su pistola reglamentaria, una Jericho 941 ya con la bala pasada y el dedo de yeso. Sus colegas de la unidad se despliegan por el cerco, pero no lo siguen. Desde esta distancia no tiene un tiro seguro y se acerca vacilando. Constata que los autos de los vigilantes están guardados y que los sorprendieron durmiendo. Apenas los del ERTA aparecen por las ventanas traseras, el soldado del techo dispara dos ráfagas seguidas y Ferrada ve que al menos un colega cae alcanzado por las balas. Escucha o presiente que está cambiando de cargador y avanza hasta el centro del patio donde la luz lo delata, abre las piernas, suelta un bufido y dispara cuatro tiros cerrando un ojo. El «soldado» cae como un globo desinflándose. Ferrada grita que el patio está asegurado, pero sigue apuntando eléctrico al «soldado» caído y a los ruidos de la noche. Algunos minutos después, pequeños grupos de dos o tres detectives en el patio conversan en voz baja mientras se escuchan sirenas que se acercan. Le informan del balance: todo se ha apaciguado, a los colegas heridos, al parecer no de gravedad gracias a los chalecos, ya los están evacuando. Tienen catorce detenidos, tres delincuentes van también heridos y está ese «soldado» que él abatió. Ferrada se acerca al cuerpo extendido al lado de lo que parece un M16. Yace enmarcado en un charco de sangre y alguien del ERTA verifica que no tiene pulso. Entonces la reconoce. El soldado es una muchacha joven, una de las nietas de «X». Durante la investigación la grabaron cuando iba a comprar pan o llevaba recados menores en su bicicleta, nunca la habían visto con un arma. Los hombros de Ferrada se aflojan como si estuviese haciendo un ejercicio de precalentamiento. Mansilla camina hacia él desabrochándose el casco, se detiene, mira a la muchacha muerta, le toma el hombro a Ferrada y lo aprieta fuerte, dándole varios sacudones. No le dice nada, los dos saben que hizo lo correcto, aunque lo correcto hoy es haberle disparado a una niña de quince años. Le duele la rodilla y se acomoda en un banco instalado convenientemente en el patio para disfrutar de la cordillera cuando no hay smog. El amanecer le da un tono anaranjado a los cerros y azuloso a la nieve, no es la misma cordillera que él conoció tan bien, pero funciona como placebo. La ciudad se le antoja un enorme dinosaurio somnoliento que parece haber despertado gracias al ruido que han hecho; ya se escuchan los bocinazos y los neumáticos arañando el pavimento.
Ferrada no puede detener el temblor de su mano.
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