Salvaguardar la unidad de Gran Bretaña, romper la unidad de la Gran Rusia
Se cumplen 92 años del nacimiento de Samir Amin. En este artículo de noviembre de 2014 explica la duplicidad del discurso y de la acción de las potencias occidentales
Diario La Humanidad – Información de Primera
Los medios de comunicación nos han obligado a seguir de cerca el referéndum escocés de setiembre de 2014, por una parte, y por otra, el conflicto que enfrenta a Rusia y a Ucrania desde la primavera del 2014.
Todos hemos oído dos opiniones opuestas: la unidad de la Gran Bretaña tenía que ser salvaguardada por el interés mismo de los pueblos inglés y escocés, y por lo demás, los escoceses han elegido libremente, por un voto democrático, permanecer en la Unión; en cambio, la independencia de Donetsk, querida y elegida, según nos dicen, por el pueblo, es cuestionada debido a las ansias expansionistas pan-rusas del dictador Putin. Veamos estos hechos que se nos presentan como evidencias indiscutibles para el observador de buena fe.
La formación británica
La Gran Bretaña (el Reino Unido) reúne a cuatro naciones (estos son los términos utilizados por David Cameron): la inglesa, la escocesa, la galesa y la irlandesa del Norte. Estas cuatro naciones tienen que continuar viviendo juntas en un solo Estado porque ello es de su interés. La elección de los independentistas escoceses ha sido, pues, presentada como irracional, emocional, sin fundamento serio. La independencia no habría aportado nada bueno a los escoceses.
Los recursos petrolíferos con los que cuenta Escocia se agotarán más pronto de lo que se piensa, y de su explotación se encargan unas compañías internacionales y extranjeras (se sobreentiende que podrían retirarse en la hipótesis de un voto a favor de la independencia). Los escoceses pretenden conservar determinadas ventajas sociales en materia de educación y de salud que el Parlamento de Westminster ha abolido por su adhesión a los dogmas del neoliberalismo adoptados e impuestos por la Unión Europea. David Cameron promete tener en cuenta estas reivindicaciones mediante una ampliación de los poderes locales (de cada una de las cuatro naciones del Reino Unido). Ahora bien, la decisión final no está en sus manos sino en las del Parlamento de Westminster y en las de Bruselas. Una Escocia independiente tendría que negociar, si así lo desease, su adhesión a la Unión Europea; y el proceso será penoso, largo y difícil. No se nos dice por qué ha de ser así, pues, a fin de cuentas, si Escocia conserva las legislaciones europeas mayores ya vigentes (que los independentistas no han cuestionado) no veo por qué no puede ser reconocida de entrada como un Estado más de la Unión Europea.
No veo por qué este proceso de transferencia tendría que imponerle un recorrido tan penoso como aquel al que se somete a los países que vienen de lejos (Lituania o Bulgaria, por ejemplo), obligados a reformar en profundidad su sistema económico y social. Los medios de comunicación incluso se han atrevido a decir, sin una pizca de ironía, que una Escocia independiente ya no podría exportar su whisky, ni a Inglaterra ni a ninguna parte.
En este debate ha habido un gran silencio: nadie ha hecho la comparación con Noruega, un país del tamaño demográfico de Escocia, que comparte los mismos recursos petrolíferos del Mar del Norte. Noruega ha elegido, por añadidura, quedarse fuera de la Unión Europea y goza por ello de un margen de autonomía que le permite salvaguardar -si así lo desea- su política social. Noruega ha elegido, sin embargo, alinearse cada vez más con las políticas económicas liberales de la Unión Europea (cuyas consecuencias, negativas a mi modo de ver, no vamos a discutir aquí).
Más allá del debate centrado en los intereses de los escoceses tal como los perciben hoy unos y otros, se perfilan dos lecturas diferentes de la historia. Los escoceses, como los galeses y los irlandeses, eran celtas (y hablaban en estas lenguas) combatidos por los invasores ingleses (anglosajones), primero, y después anglonormandos de las islas británicas. Finalmente fueron vencidos e integrados en lo que ha sido una «Gran Inglaterra». Una Inglaterra en la que la arrogancia de la monarquía y de la aristocracia respecto a los vencidos no ha sido borrada de la memoria de estos; aunque, según parece, esto ya se ha dejado atrás, si bien algo tarde, tal vez solamente después de la Segunda Guerra mundial, con el triunfo del Partido Laborista y los avances sociales que hizo posible.
De todos modos, los escoceses han sido totalmente integrados; han perdido definitivamente el uso de su lengua. Igual que los occitanos y los bretones en Francia. No sirve de nada felicitarse o lamentar estas evoluciones (anglicización o francización); se trata de un hecho histórico e irreversible. Los escoceses se habrían beneficiado de la Unión, gracias a la cual han tenido un acceso fácil a la emigración hacia las ciudades industriales de Inglaterra, las colonias y los dominios, los EEUU; han aportado un montón de oficiales al ejército británico para dirigir a los soldados reclutados en las colonias (un poco como han hecho los corsos en Francia).
No discutiré aquí los aspectos de estos hechos calificados de positivos o de negativos. Pero sobre todo, y este me parece que es el argumento más contundente, Escocia e Inglaterra han sido configuradas como una sola economía capitalista moderna perfectamente unificada (como el norte de Francia y Occitania). Sin duda, actualmente hay más escoceses (o personas de ascendencia escocesa tal vez algo más lejana) que viven y trabajan en Inglaterra que en su país de origen. Y es en esto que Escocia no puede compararse con Noruega.
Y sin embargo, pese a esta integración profunda, que, además hay que admitir que ya no es discriminatoria, los escoceses se consideran distintos de los ingleses. Las monarquía y la aristocracia inglesa habían inventado la versión anglicana de la «Reforma», es decir, de hecho, un catolicismo sin Papa (sustituido por el rey de Inglaterra). Los escoceses eligieron otra vía, la de las Iglesias reformadas calvinistas. La diferencia ya no tiene importancia hoy, pero la tuvo en el siglo XIX e incluso en la primera mitad del siglo XX.
La lectura oficial de la historia, durante mucho tiempo aceptada por los pueblos implicados, no duda en calificar de «globalmente positiva» la unión de las cuatro naciones del Reino Unido contemporáneo. Es lo que David Cameron y los dirigentes británicos asociados a los principales partidos del Reino Unido, no han dejado de repetir. Pero es también la opinión que han expresado la mitad de los electores escoceses.
Podría decirse: al precio de una fractura de la opinión difícil de cicatrizar aunque la mitad «independentista» ha hecho esta elección irracional (contraria a sus intereses) por romanticismo. Lo que no se dice es que se han movilizado sistemáticamente unos medios excepcionales para convencer a los electores. Calificar a estos medios de chantaje o de terrorismo intelectual no es exagerado. La elección, pese a ser formalmente perfectamente libre y transparente, no constituye por sí misma la prueba de la legitimidad, la credibilidad y la durabilidad de la elección que ratifica.
La historia de la formación y de la continuidad del Reino Unido no habrá sido, pues, finalmente, más que una hermosa historia solo manchada por su fracaso en Irlanda del Sur (Eire). La conquista de Irlanda por los arrogantes lords ingleses que se apoderaron de sus tierras y redujeron a los campesinos a una condición muy próxima a la servidumbre, con sus efectos demográficos desastrosos (hambrunas repetidas, emigración masiva, despoblación), no fue más que una forma particularmente brutal de colonización. El pueblo irlandés resistió aferrándose a su catolicismo y acabó por reconquistar su independencia en 1922. Pero sigue siendo un hecho que la colonización acabó por imponer, hasta hoy mismo, el uso dominante de la lengua inglesa. El Eire es actualmente un Estado de la Unión Europea cuyos lazos de dependencia con respecto al capitalismo británico solo se ven atenuados por los lazos de dependencia que le atan a otros socios mayores del mundo de la economía liberal contemporánea.
Resumiendo, pues, la conclusión que se nos sugiere es que las diferencias heredadas de la historia por las cuatro naciones del Reino Unido actual no imponen la desintegración de la Gran Bretaña. La historia del capitalismo británico se pinta de color rosa, no negro.
La formación rusa y después soviética
El discurso de los medios de comunicación respecto a la Gran Rusia -el antiguo Imperio Ruso de los zares- y después respecto a la Unión Soviética se dirige a nosotros de una manera muy distinta. En este caso nos imponen otra conclusión: las diferencias habrían sido tales que no había otra solución que la fragmentación en Estados independientes distintos y disociados los unos de los otros. Pero observemos la cosa más de cerca. La formación de la Gran Rusia en el marco del Imperio Ruso de los zares y después su transformación profunda por la construcción de la Unión Soviética, ¿ha sido acaso, como se pretende hacernos creer, una historia negra regida exclusivamente por el ejercicio permanente de la violencia extrema?
Yo estoy claramente en contra de este discurso: la unificación de los tres pueblos eslavos (pan-ruso, ucraniano y bielorruso) por los zares de Moscú, y después la expansión rusa más allá, en dirección al oeste del Báltico, al este y al sur de Siberia, de Transcaucasia y del Asia Central, no fueron más violentas ni menos respetuosas de la identidad de los pueblos afectados de lo que lo ha sido la formación del capitalismo histórico del Occidente atlántico (y en este marco, la del capitalismo británico) y de su expansión colonial. La comparación favorece incluso a Rusia. Recuerdo algunos ejemplos de los cuales el lector podrá encontrar desarrollos más extensos en otros de mis escritos.
- La unificación de los tres pueblos «rusos» (pan-ruso, ucraniano y bielorruso) la llevó a cabo efectivamente la conquista militar de los zares, del mismo modo que la construcción de Francia o de la Gran Bretaña las llevaron a cabo las conquistas militares de sus reyes. Esta unificación política fue el vector mediante el cual la lengua rusa se impuso («naturalmente») a las lenguas locales. Estas, por otro lado, eran considerablemente más próximas unas a otra de lo que lo eran, por ejemplo, la langue d’Oil y la langue d’Oc en Francia; el inglés respecto a las lenguas celtas; o los dialectos italianos de Sicilia y Venecia. Presentar la rusificación lingüística como un horror impuesto exclusivamente por la violencia, por oposición a la expansión supuestamente amable del francés, del inglés o del italiano, es dar la espalda a la realidad de la historia. Una vez más, no me pronuncio aquí respecto a la naturaleza de estas expansiones lingüísticas: ¿enriquecimiento a largo plazo o empobrecimiento cultural? Son unos hechos históricos de idéntica naturaleza.
Los rusos no eliminaron a los señores del suelo («feudales») ucranianos y bielorrusos; estos se integraron en el mismo sistema que dominaba en la Gran Rusia. Y los siervos, y después de 1865 los campesinos libres de Ucrania y Bielorrusia, no recibieron un trato muy diferente del que recibían los de la Gran Rusia: igual de malo, si se quiere.
La ideología comunista de los bolcheviques pintó con tonos sombríos la historia del zarismo, por buenas razones de clase. Debido a ello la Unión Soviética reconoció las diferencias (negadas en el Occidente «civilizado») y creó unas Repúblicas distintas. Además, para combatir el peligro de ser acusados de chovinismo pan-ruso, los soviéticos dieron a estas Repúblicas unas fronteras que sobrepasaban ampliamente las que habría inspirado una estricta definición etnolingüística. Un territorio -como la Crimea rusa- podía ser transferido a otra República (en este caso, a Ucrania) sin que ello representase ningún problema. La Novaia Rossia (la Nueva Rusia, la región de Donetsk), distinta de la Malaia Rossia (la Pequeña Rusia, Ucrania) podía ser confiada a la administración de Kiev antes que a la de Moscú, sin que tampoco esto provocase ningún problema. Los bolcheviques no habían ni imaginado que dichas fronteras podrían llegar a convertirse en las de unos Estados independientes.
- Los rusos conquistaron los países bálticos en la misma época en que los ingleses se establecían en Irlanda. Los rusos no perpetraron horrores comparables a los cometidos por los ingleses; respetaron los derechos de los señores del suelo (en este caso de los barones bálticos de origen alemán); no discriminaron a los súbditos locales del zar, ciertamente mal tratados, pero no más de lo que lo eran los siervos pan-rusos. Los países bálticos rusos no han conocido nada comparable a la salvaje expropiación sufrida por el pueblo de Irlanda del Norte, expulsado por la invasión de los orangistas. Más tarde los soviéticos restablecieron los derechos fundamentales de los pueblos de las Repúblicas bálticas: el uso de su lengua y la promoción de sus propias culturas.
- La expansión del Imperio de los zares más allá de las regiones eslavas no es comparable a la conquista colonial de los países del capitalismo occidental. La violencia ejercida por los países «civilizados» en sus colonias no tiene parangón. Pues se trataba en este caso del despliegue de la acumulación por expropiación de pueblos enteros, sin dudar a recurrir al exterminio puro y simple, es decir, al genocidio si se consideraba necesario (los indios de América del Norte, los aborígenes de Australia, exterminados precisamente por los ingleses…). O en última instancia, a poner bajo la tutela salvaje del poder colonial a la India, África y el Sudeste asiático. Los zares, precisamente porque su sistema no era todavía el del capitalismo, conquistaron unos territorios sin expropiar a sus habitantes. Algunos de los pueblos conquistados e integrados en el Imperio se han rusificado en diferentes grados, especialmente mediante el uso de la lengua rusa y a menudo con el olvido de la propia. Este fue el caso de lo que llegaron a ser muchas de las minorías de origen turco-mongol, pero que conservaron su religión musulmana, budista o shamanista. Otros han conservado su identidad nacional y lingüística, Transcaucasia y Asia central al sur del Kazajstán.
Ninguno de estos pueblos fue exterminado como los indios de América del Norte o los aborígenes australianos. La administración autocrática brutal de los territorios conquistados y la arrogancia rusa prohíben pintar de color de rosa esta historia. Pero sigue siendo menos negra de lo que lo fue el comportamiento de los ingleses en Irlanda (no en Escocia), en la India, en América del Norte, o el de los franceses en Argelia. Los bolcheviques, por su parte, pintaron de negro esta historia, siempre por las mismas buenas razones de clase.
El sistema soviético ha aportado cambios, y para mejor. De entrada, ha devuelto a estas Repúblicas, regiones y distritos autónomos, constituidos en territorios enormes, el derecho a su expresión cultural y lingüística, despreciada por el poder de los zares. EEUU, Canadá y Australia no han hecho nunca lo mismo con sus «indígenas» y no están precisamente dispuestos a hacerlo. El poder soviético ha hecho mucho más: ha organizado un sistema de transferencia de capital desde las regiones ricas de la Unión (Rusia occidental, Ucrania, Bielorrusia, y más tarde los países bálticos) hacia las regiones en desarrollo del Este y del Sur. Ha unificado el sistema de salarios y de derechos sociales a la escala de todo el territorio de la Unión, cosa que las potencias occidentales no han hecho nunca con sus colonias, por supuesto. Dicho de otro modo, los soviéticos han inventado una auténtica ayuda al desarrollo, que constituye un contrapunto a la falsa ayuda al desarrollo de los países llamados «donantes» de la actualidad.
Este sistema de una economía perfectamente integrada a la escala de la Unión no estaba llamado por naturaleza a tener que desintegrarse. No había ninguna necesidad objetiva que impusiese la desintegración de la Unión en Estados distintos, incluso en conflicto los unos con los otros. El discurso de los medios de comunicación necesario de los imperios» no convenía. Y pese a ello Rusia se desintegró. Hay que explicarlo.
La desintegración de la URSS: ¿fatalidad o coyuntura creada por la historia reciente?
Los pueblos de la Unión Soviética no eligieron la independencia. No hubo ninguna consulta electoral, ni en Rusia ni en ninguna parte de la Unión, anterior a las declaraciones de independencia, proclamadas por los poderes establecidos, que tampoco habían sido verdaderamente elegidos. Son, pues, las clases dirigentes de las Repúblicas, y en primer lugar las de Rusia, las que tienen la responsabilidad íntegra de la disolución de la Unión. La única cuestión que se plantea es, por consiguiente, la de saber por qué han hecho esta elección, cuando la han hecho. Pues los dirigentes de las Repúblicas del Asia central no querían separarse de Rusia; fue esta última la que las colocó ante el hecho consumado: la disolución de la Unión.
No me extenderé más sobre esta cuestión aquí, pues ya he desarrollado mis argumentos al respecto en otra parte. Yeltsin y Gorbachev, suscritos a la filosofía del restablecimiento integral e inmediato del capitalismo liberal mediante la «terapia de choque», querían desembarazarse de las voluminosas repúblicas del Asia central y la Transcaucasia (beneficiarias en la Unión de las transferencias de capitales procedentes de Rusia). Europa, por su parte, se encargó de imponer la independencia de las Repúblicas bálticas, que fueron inmediatamente anexionadas a la Unión Europea. En Rusia y en Ucrania las mismas oligarquías salidas de la nomenklatura soviética se apoderaron tanto del poder político absoluto como de las principales riquezas constituidas por los grandes complejos de la economía soviética, privatizadas deprisa y corriendo en beneficio exclusivo suyo. Fueron ellas las que decidieron separarse en Estados distintos. Las potencias occidentales -EEUU y Europa- no fueron las responsables del desastre en esta primera fase de su despliegue. Pero comprendieron inmediatamente las ventajas que podían obtener de la desaparición de la Unión y se convirtieron enseguida en agentes activos interviniendo en los dos países (Rusia y Ucrania) y fomentando la hostilidad entre sus corruptas oligarquías.
Por supuesto que el desmoronamiento no fue el producto exclusivo de su causa inmediata: la elección desastrosa de las clases dirigentes realizada en 1990-1991. El sistema soviético estaba carcomido desde hacía por lo menos dos décadas. Y el abandono de la democracia revolucionaria de 1917 en beneficio de la gestión autocrática del nuevo capitalismo de Estado soviético está en definitiva en el origen de la glaciación de la era de Breznev, de la adhesión de la clase política dirigente a la perspectiva capitalista, y del desastre.
Pese a haber mantenido para su gestión económica interna el modelo del capitalismo neoliberal (en una versión tipo «Parque Jurásico», para retomar la frase de Alexandre Buzgalin), la Rusia de Putin no ha sido adoptada por las potencias del imperialismo colectivo contemporáneo (el G7: EEUU, Europa y Japón) como un socio igual. El objetivo de Washington y de Bruselas es destruir al Estado ruso (y al Estado ucraniano) para reducirlos al estatus de regiones sometidas a las exigencias de la expansión del capitalismo de los oligopolios occidentales. Y Putin se ha dado cuenta de ello tarde, cuando las potencias occidentales han preparado, financiado y apoyado lo que no puede sino calificarse como el golpe de estado eurofascista de Kiev.
La cuestión que se plantea ahora es nueva: ¿romperá Putin con el neoliberalismo económico para implicarse, como ya han hecho otros (la China en particular), en un proyecto auténtico de renacimiento económico y social, el de la alternativa «euro-asiática», una alternativa que ha manifestado tener la intención de construir? En el bien entendido que esta construcción solo puede avanzar si se apoya sobre dos pilares: la conducción de una política internacional independiente y la reconstrucción económica y social.
¿Dos pesos, dos medidas?
Comparando el asunto escocés y el ucraniano, es inevitable constatar la duplicidad del discurso y de la acción de las potencias occidentales: dos pesos, dos medidas. La misma duplicidad que se da en multitud de otros ejemplos en los que no me extenderé aquí: «a favor» de la unidad alemana, pagada muy cara por los «Ostis» anexionados, pero «en contra» de la unidad de Yugoslavia, de Irak, de Siria… En realidad, detrás de esta apariencia se perfila el único criterio que rige las elecciones de los poderes del imperialismo colectivo (EEUU, Europa, Japón): el punto de vista del capital financiero dominante. Pero para ver claramente cuáles son las opciones de este hay que proceder al análisis del sistema del capitalismo contemporáneo.
El Estado en el capitalismo contemporáneo
No voy a repetir aquí los aspectos más destacados de los análisis que he llevado a cabo en algunos de mis escritos más recientes, que permiten responder a la cuestión planteada en este artículo: por qué motivos (y con qué métodos) las políticas dominantes se dedican a reforzar al Estado en un lugar y a destruirlo en otros.
- El sistema de producción capitalista se ha embarcado desde hace unos treinta años (a partir de 1980) en una transformación cualitativa que es posible resumir en una frase corta: la emergencia de un sistema de producción mundializado que sustituye gradualmente los sistemas de producción nacionales anteriores (en el centro de los sistemas autocentrados y de manera simultánea agresivamente abiertos, en las periferias de los sistemas dominados de formas y en grados variables), ellos mismos articulados entre sí en un sistema mundial jerarquizado (caracterizado entre otras cosas por el contraste centros/periferias y por la jerarquía de las potencias imperialistas).
En la década de 1970, Sweezy, Magdof y yo mismo avanzamos ya esta tesis, formulada por mí y por André Günder Frank en una obra publicada en 1978. Decíamos allí que el capitalismo de los monopolios estaba entrando en una nueva era, caracterizada por el desmantelamiento progresivo -pero rápido- de los sistemas productivos nacionales. La producción de un número cada vez mayor de mercancías ya no puede definirse con la etiqueta «made in France» (o en la Unión Soviética, o en EEUU), sino que debería llevar la etiqueta «made in the world», porque su proceso de fabricación ha estallado y se ha fragmentado en segmentos localizados aquí y allí, o sea, por todo el planeta.
El reconocimiento de este hecho, que se ha vuelto banal, no implica una sola explicación relativa a la principal razón de la transformación en cuestión. Por mi parte, yo lo explico por el salto adelante del grado de centralización del control del capital de los monopolios, que he calificado de paso del capitalismo de los monopolios al estadio de los monopolios generalizados. En unos quince años (entre 1975 y 1990) un buen número de dichos monopolios (u oligopolios) localizados en los países de la tríada dominante (EEUU, Europa, Japón) han llegado a ser capaces de controlar el conjunto de las actividades productivas, en su país y en el mundo entero, reduciéndolas al estatus de subcontratistas de iure o de facto, y por ello mismo de puncionar una porción importante de la plusvalía producida por estas actividades, engrosando así la renta de los monopolios dominantes en el sistema.
Los medios que permiten la gestión de este sistema de producción esparcido por todo el mundo se han finalmente unificado gracias entre otras cosas a la revolución informática. Pero a mi modo de ver no se trata más que de unos medios puestos en práctica en respuesta a una necesidad objetiva nueva creada por el salto delante de la centralización del control del capital, mientras que para otros el medio -la revolución informática y la de las tecnologías de producción- es él mismo la causa de la transformación considerada.
El desmantelamiento de los sistemas productivos nacionales, ellos mismos producto de la larga historia anterior del desarrollo del capitalismo, afecta a todos los países del mundo (o casi). En los centros (la Tríada) este desmantelamiento de los sistemas productivos nacionales puede parecer relativamente lento y limitado por el peso del sistema heredado y siempre presente. Pero avanza cada día un poco más. En cambio, en las periferias que habían avanzado en la construcción de un sistema nacional industrial modernizado (la URSS, Europa del Este, y en un grado menor, aquí y allí, en Asia, África y América Latina), la agresión del capitalismo de los monopolios generalizados (que se expresa a través de la sumisión -voluntaria o forzosa- a los principios del llamado neoliberalismo mundializado) se ha traducido en un desmantelamiento violento, rápido y total de los sistemas nacionales en cuestión, y en la transformación de las actividades productivas localizadas en estos países en subcontratistas.
La renta de los monopolios generalizados de la tríada, beneficiarios de este desmantelamiento, se convierte en renta imperialista. Yo he calificado esta transformación, vista desde las periferias, de «recompradorización»[1]. Esta ha afectado a todos los países del antiguo Este (la ex Unión Soviética y la ex Europa del Este) y a todos los países del Sur. China es la única excepción parcial.
La emergencia de este sistema productivo mundializado abolió la coherencia de las lógicas (diversas y desigualmente eficaces) del «desarrollo nacional», pero no la ha sustituido por una nueva coherencia, que sería la del sistema mundializado. La razón de ello es, como diré más adelante, la ausencia de una burguesía y de un Estado mundializados. Por este motivo, el sistema de producción mundializado es incoherente por naturaleza.
Otra consecuencia importante de esta transformación cualitativa del capitalismo contemporáneo: la emergencia del imperialismo colectivo de la tríada que sustituye a los imperialismos nacionales históricos (de EEUU, de la Gran Bretaña, del Japón, de Alemania, de Francia y de algunos otros). El imperialismo colectivo halla su razón de ser en la toma de conciencia, por parte de las burguesías de las naciones de la Tríada, de la necesidad de su gestión común y solidaria del planeta, y singularmente de las sociedades de las periferias sometidas o a someter.
- Algunos extraen de la tesis de la emergencia de un sistema productivo mundializado dos correlatos: la emergencia de una burguesía mundializada y la de un Estado mundializado cuya base objetiva la constituye el nuevo sistema productivo. Mi lectura de las evoluciones y de las crisis en curso me ha conducido a rechazar estos dos correlatos.
No hay burguesía (o digamos, clase dominante) mundializada en curso de constitución, ni a escala mundial ni siquiera a escala de los países de la tríada imperialista. Se constata una aceleración de los flujos de inversión directos y de las inversiones de cartera procedentes de la tríada (y en particular de los flujos principales entre los socios transatlánticos). De todos modos, a partir de mi lectura crítica de los trabajos empíricos importantes que se han llevado a cabo sobre el tema, me he visto llevado a dar importancia al hecho de que la centralización del control del capital de los monopolios operaba en el interior de los Estados-nación de la Tríada (EEUU, cada uno de los socios de la Unión Europea, Japón) con más fuerza que aquella con la que opera en las relaciones entre los socios de la Tríada, o incluso entre los de la Unión Europea.
Las burguesías (o los grupos oligopólicos) están en conflicto en el interior de las naciones (y el Estado nacional gestiona esta conflictividad, al menos en parte) y entre las naciones. Es así como los oligopolios alemanes (y el Estado alemán) han asumido la dirección de los asuntos europeos, no para el beneficio igual de todos, sino en primer lugar para su propio beneficio. A escala de la tríada es evidentemente la burguesía de los EEUU la que dirige la alianza, una vez más con un reparto desigual de los beneficios.
La idea según la cual la causa objetiva -la emergencia del sistema productivo mundializado- comporta ipso facto la de una clase dominante mundializada, se basa en la hipótesis subyacente según la cual el sistema ha de ser coherente. En realidad puede no serlo; y este es el motivo por el cual este sistema caótico no es viable.
En las periferias la mundialización del sistema productivo ha ido acompañada por la sustitución de los bloques hegemónicos de las épocas anteriores por un nuevo bloque hegemónico dominado por la nueva burguesía compradore, beneficiaria exclusiva del desmantelamiento de los sistemas anteriores (el medio por el cual esta transformación ha tenido lugar es bien conocido: la «privatización» de los elementos del antiguo sistema dislocado; en el bien entendido que los activos implicados han sido cedidos a un precio artificial sin relación alguna con su verdadero valor). Estas nuevas burguesías compradore no son elementos constitutivos de una burguesía mundializada, sino solamente aliados subalternos de las burguesías de la tríada dominante.
Del mismo modo que no existe una burguesía mundializada en fase de constitución, tampoco hay un Estado mundializado a la vista. La principal razón de ello es que el sistema mundializado existente no atenúa sino que acentúa el conflicto (ya visible o potencial) entre las sociedades de la tríada y las del resto del planeta. Digo bien «conflicto de sociedades» y por consiguiente, potencialmente, conflicto entre Estados. Pues las ventajas de la posición dominante de la tríada (la renta imperialista) permiten al bloque hegemónico constituido en torno a los monopolios generalizados beneficiarse de una legitimidad que se traduce a su vez por la convergencia de todos los grandes partidos electorales de derecha y de izquierda y su idéntico alineamiento en las políticas económicas neoliberales y en las políticas de intervención en los asuntos de las periferias.
Por el contrario, las burguesías neo-compradore de las periferias no parecen a los ojos de sus pueblos ni legítimas ni creíbles (más adelante veremos por qué: porque las políticas a las que sirven no permiten la «recuperación» y provocan a menudo la caída en el impasse de un lumpen-desarrollo). La inestabilidad de los poderes existentes es entonces la regla.
No existe una burguesía mundializada ni siquiera a escala de la tríada, o a la de la Unión Europea, ni tampoco existe un Estado mundializado a estas escalas. Hay solamente Estados aislados, aceptando por añadidura la jerarquía que permite que su alianza funcione: la dirección general la ha asumido Washington; la de Europa la ha asumido Berlín. El Estado nacional sigue estando al servicio de la mundialización tal como es. Se trata en este caso de un Estado activo, pues el despliegue del neoliberalismo y de las intervenciones exteriores le exige serlo. Se comprende entonces que su debilitamiento debido a las eventuales fragmentaciones producidas por cualquier motivo de divergencia no sea del agrado del capital de los monopolios generalizados (y de ahí la hostilidad a la causa escocesa examinada más arriba).
En las corrientes posmodernistas circula la idea según la cual el capitalismo contemporáneo ya no tiene necesidad de un Estado para gestionar la economía mundial, y que por ello los sistemas de Estado están en vías de decaimiento en beneficio de la emergencia de la sociedad civil. No voy a repetir aquí los argumentos que he desarrollado en otra parte a modo de contrapunto de esta tesis ingenua, propagada por lo demás por los poderes dominantes y por el clero mediático que está a su servicio. No hay capitalismo sin Estado. La mundialización capitalista no podría desplegarse sin las intervenciones del ejército de EEUU y sin la gestión del dólar. Ahora bien, ejército y moneda son instrumentos del Estado, no del mercado.
Pero como no existe un Estado mundial, EEUU pretende cumplir esta función. Las sociedades de la tríada consideran legítima esta función; las otras sociedades no. Pero no importa. La «comunidad internacional» autoproclamada, es decir, el G7 más Arabia Saudita, convertida sin duda en una República democrática, no reconoce la legitimidad de la opinión del 85% de la población del planeta.
Se da pues una asimetría entre las funciones del Estado en sus centros imperialistas dominantes y las del Estado en las periferias sometidas o a someter. El Estado, en las periferias compradorizadas, es inestable por naturaleza y, por ello, es un enemigo potencial, cuando no es ya un enemigo real.
Están los enemigos con los que las potencias imperialistas dominantes están obligadas a coexistir, por lo menos hasta hoy. Es el caso de China, porque esta ha rechazado (hasta hoy) el punto de vista neo-compradore y lleva a cabo su proyecto soberano de desarrollo nacional integrado y coherente. Rusia se ha convertido en un enemigo en la medida en que Putin rechaza el alineamiento político con la tríada y quiere cortar el paso a las ambiciones expansionistas de esta en Ucrania, si bien no imagina (¿todavía?) la posibilidad de salir de los carriles del liberalismo económico.
En su gran mayoría, los Estados compradore en el Sur (es decir, los Estados al servicio de sus burguesías compradore) son aliados, no enemigos, hasta el punto de que dan la impresión de que tienen el país en sus manos. Pero en Washington, en Londres, en Berlín y en París saben que estos Estados son frágiles. En la medida en que un movimiento popular de revuelta -con o sin estrategia alternativa viable- les haga tambalear, la tríada se considera con derecho a intervenir. La intervención puede entonces llevar a considerar la destrucción de estos Estados y, tras ella, de las sociedades afectadas. Esta estrategia está en marcha en Irak, en Siria y en otras partes. La razón de ser de la estrategia del control militar del planeta por parte de la tríada dirigida por Washington se sitúa por entero en esta visión «realista» que constituye un contrapunto a la visión ingenua -al estilo Negri- del Estado mundializado en fase de construcción.
- ¿Ofrece la emergencia del sistema de producción mundializado a los países de la periferia mejores oportunidades de «recuperación»?
El discurso de propaganda ideológica de los poderes dominantes -por ejemplo, el expresado por el Banco Mundial- se esfuerza en hacerlo creer: entrad en la mundialización, jugad el juego de la competencia, registrad unos índices de crecimiento razonables e incluso fabulosos y acelerad vuestras posibilidades de recuperación. En los países del Sur, las fuerzas sociales y políticas alineadas con el neoliberalismo retoman evidentemente este discurso. Las izquierdas ingenuas -a lo Negri- también.
Ya lo he dicho y lo repito: si la perspectiva de una recuperación mediante métodos capitalistas y en el capitalismo mundializado fuese posible, ninguna fuerza social, política, ideológica podría cerrarle el paso, ni siquiera en nombre de otro porvenir preferible para toda la humanidad. Pero esto simplemente no es posible: el despliegue del capitalismo mundializado en todas las etapas de su historia, y hoy como ayer en el marco de la emergencia del sistema productivo mundializado, no puede sino producirse, reproducirse y profundizar el contraste centros/periferias. La vía capitalista es un callejón sin salida para el 80 por ciento de la humanidad. Las periferias siguen estando, por ello, en la «zona de las tempestades».
¿Entonces? No existe otra alternativa que la opción a favor de la construcción de un sistema nacional autónomo basado en la implementación de un sistema industrial autocentrado asociado a una renovación de la agricultura en la perspectiva de la soberanía alimentaria. No diré nada más aquí, pues ya he ofrecido algunos desarrollos sobre el tema.
No se trata de un retorno nostálgico al pasado -soviético o nacional popular- sino de la creación de las condiciones que permitan el despliegue de un segundo despertar de los pueblos del Sur que podría articularse con las luchas de los pueblos del Norte, víctimas igualmente del capitalismo salvaje en crisis, y para los que la emergencia del sistema productivo mundializado no tiene nada que ofrecer. Entonces la humanidad podrá avanzar por el largo camino que lleva al comunismo, etapa superior de la civilización humana.
Nota: [1] Con la expresión compradorización Samir Amin hace referencia a la complicidad de las burguesías nacionales con los intereses oligopolísticos e imperiales.
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Fuente: elviejotopo.com. Traducción de Josep Sarret
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