Radiografía sentimental del chavismo (V): La tragedia humana

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Nota: Reinaldo Antonio Iturriza López, sociólogo y escritor, periodista – Venezuela

“Como siempre, está la masa del pueblo y yo echo encima de la masa, me abrazo con ella, sudo con ella, lloro con ella y me consigo. Porque allí está el drama, allí está el dolor, y yo quiero sentir ese dolor, porque solo ese dolor, unido con el amor que uno siente, nos dará fuerzas para luchar mil años si hubiera que luchar contra la corrupción, contra la ineficacia, y por el bien de un pueblo que es un pueblo noble, digno, valiente, como el pueblo venezolano. No hay que buscar mucho para conseguir la tragedia” (1).

Tales palabras, a medio camino entre la revelación y la declaración de principios, definen lo que era Hugo Chávez.

Esa actitud frente al drama, el dolor popular, nos habla del material del que estaba hecho el hombre, pero también permite ir comprendiendo la forma genuinamente chavista de hacer política.

No se trata de ir al encuentro de la tragedia humana para sumirse en la tristeza infinita y trashumar como lo haría un apóstol de la miseria, dejándose consumir por el resentimiento.

Al contrario, aquella búsqueda, aquel llanto colectivo, solo tenían sentido si se trataba de conseguirse consigo mismo, de encontrar las fuerzas para seguir luchando.

Un abismo separa esta actitud de Chávez con lo que suele hacer lo que pudiera llamarse el periodismo exploitation, muy en boga en años recientes.

El periodismo exploitation es el correlato periodístico de la “humanitarización” de la política, fenómeno que se afianza alrededor de 2015, cuando la vocería política antichavista hace suyo el discurso de la “crisis humanitaria”, que vendría a justificar no solo la “ayuda humanitaria”, sino sobre todo la “intervención humanitaria”.

Millones de seres humanos que nunca importaron a las elites, los prescindibles, los invisibles históricos, aparecen en el periodismo exploitation como el sujeto de la narración, súbitamente, siempre en el papel de víctimas “deshumanizadas” de un régimen, por supuesto, inhumano, tiránico, cruel.

Las víctimas “deshumanizadas” del periodismo exploitation tienen mucho de los infames de Foucault: “Al no haber sido nadie en la historia, al no haber intervenido en los acontecimientos o no haber desempeñado ningún papel apreciable en la vida de las personas importantes, al no haber dejado ningún indicio que pueda conducir hasta ellos, únicamente tienen y tendrán existencia al abrigo precario de esas palabras” (2). El ojo que se posa sobre ellas es el ojo humanitario, que vendría a devolverles a las víctimas algo de su humanidad robada.

Ya se trate de migrantes o “refugiados”, de seres ruinosos que se alimentan de la basura o mueren de mengua en los hospitales, de víctimas de la violencia criminal, de la represión gubernamental, de las torturas en las mazmorras del régimen, siempre son sujetos dignos de lástima.

No por casualidad en el mismo período se han multiplicado las campañas de caridad, dirigidas a socorrer a las víctimas de un Estado ausente. Ninguna campaña contra las brutales sanciones imperiales, contra los oligopolios de los alimentos o contra las clínicas privadas, cuyos propietarios financian muchas de estas iniciativas caritativas.

La “humanitarización” de la política se traduce en una política lastimera, que solo puede prevalecer y alcanzar sus objetivos si suscita una subjetividad igualmente lastimera, lo que ha logrado parcialmente: gente que dentro y fuera del país va dando lástima, en algunos casos declarándose perseguida o simplemente víctima, por una u otra razón, y que narra con lujo de detalles el infierno venezolano, no tanto para apelar a la solidaridad del interlocutor, sino para mendigar auxilio.

Ahora bien, la tragedia es real. Y como lo decía Chávez, no hay que buscar mucho para conseguirla.

Política que no es capaz de empatizar con la tragedia popular, podrá ser cualquier otra cosa, incluso política lastimera, pero no política chavista.

A quienes tenemos la oportunidad y en algunos casos incluso el privilegio de intervenir en el espacio público, nos corresponde abrazarnos con ese dolor que es nuestro dolor, y luchar también contra la corrupción, la ineficacia, contra las desviaciones, las omisiones, lo mal hecho.

Es preciso contar la historia del pueblo que se sobrepone al sufrimiento y lucha, con esa infinita alegría que nos define, pero igualmente la del pueblo abatido, frustrado, desorientado, no para solazarnos en el abatimiento, sino precisamente para insuflar ánimos, para hacerle saber que vale, que su dignidad nos hace más humanos, para orientarlo, lo que muchas veces sirve, además, para reorientarnos. En suma, para acompañarlo, que es también una forma de conjurar nuestra propia soledad.

Acompañar al pueblo abatido no significa mostrarnos débiles, sino hacernos más fuertes.

“Yo veo aquel cuadro dantesco y otro niño más atrás, también en brazos de la madre, y la cara desfigurada por aquí. La quijada por un ladito ahí y la desfigurada cabeza. Creo que un caballo le dio una patada y le fracturó la quijada, se la abrió en dos. Se le curó sola, porque la madre no consiguió quién lo atendiera. Entonces está deforme el niño, tiene como dos quijadas. Eso está pasando aquí delante de alcaldes, de gobernadores, de presidentes, de médicos, de todos” (3).

Y eso no puede seguir pasando.

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(1) Orlando Oramas León y Jorge Legañoa Alonso. Cuentos del arañero. Vadell Hermanos Editores. Caracas, Venezuela. 2013. Págs. 173-174.

(2) Michel Foucault. La vida de los hombres infames, en: Estrategias de poder. Obras esenciales, volumen II. Paidós. Barcelona, España. 1999. Págs. 394-395.

(3) Orlando Oramas León y Jorge Legañoa Alonso. Cuentos del arañero. Pág. 174.

Foto: Juventud

Los articulos del diario La Humanidad son expresamente responsabilidad del o los periodistas que los escriben.

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