La pedagogía del desprecio: cómo la izquierda chilena abrió el camino al avance de la ultraderecha
Del progresismo acomodado al reproche moral al pueblo: una autocrítica urgente ante el resurgimiento del autoritarismo en Chile y el mundo
Nota: Diario La Humanidad – Alfonso Ossandon
Corresponsalía – Milano – Italia
Tras la última derrota electoral, una parte de la izquierda chilena reaccionó no con autocrítica, sino con desprecio hacia el pueblo que no votó como esperaba. Este texto analiza cómo el progresismo institucional, al adaptarse al modelo y renunciar a la transformación estructural, terminó pavimentando el ascenso de la ultraderecha, el pinochetismo reciclado y un nuevo fascismo gestionado. Desde una mirada latinoamericana y global, se advierte que lo que está en juego ya no es solo Chile, sino el clima político de las democracias contemporáneas.
La pedagogía del desprecio
Hay algo profundamente miserable —no trágico, no complejo: miserable— en la forma en que una parte de la izquierda chilena mira al pueblo cuando éste no obedece.
El pueblo sirve mientras vota “bien”. Cuando vota “mal”, se transforma en error, en déficit cultural, en patología democrática.
Ahí se revela la ética real: dignidad como consigna, asco como reflejo.
No fue la ignorancia lo que parió esta derrota. Fue la arrogancia.
La costumbre de hablarle al país desde arriba, con el dedo en alto y el sueldo blindado.
Una izquierda que aprendió a administrar el poder sin tocar jamás las estructuras que producen abandono —y que luego se sorprende, con desconcierto burgués, cuando ese abandono vota con rabia.
Yo no votaría por Kast ni bajo amenaza. Pero decir eso no alcanza.
Porque el progresismo chileno jugó durante años a ser el adulto responsable del modelo,
y terminó siendo su mejor publicista.
Se habituaron tanto a pactar, moderar, corregir el tono, cuidar la imagen y no incomodar a los verdaderos dueños del país, que cuando apareció un pinochetista sin pudor, sin máscara, sin complejos, el terreno ya estaba listo.
Ellos lo habían regado.
Entonces vino el gesto final, el más ruin: culpar al pueblo.
No a su cobardía política.
No a sus años de gestión sin épica, sin riesgo, sin ruptura.
No a su progresismo de panel, de seminario, de PowerPoint moral.
La culpa era del “ignorante”.
Ese es el momento exacto en que se cae la careta.
Porque el verdadero rostro de estos pseudo-ricos ilustrados —progresistas mientras no les toquen el bolsillo— no es el de la preocupación social, sino el del desprecio.
Desprecian al pueblo, pero lo necesitan.
Lo usan como decoración ética y luego lo insultan cuando no cumple.
Esa miseria no es un error.
Es una forma de estar en el mundo.
Antes de que cayera el telón electoral, lo dije sin romanticismo:
no se votaba por amor, se votaba por contención.
Desde esta Europa gobernada por neofascistas perfumados —sonrisas de aeropuerto, community managers, wifi y bots— aprendí que el fascismo ya no entra con botas:
entra maquillado, entra gestionado, entra aceptable.
Y cuando te das cuenta, ya eres un ciudadano neutralizado.
Un eunuco político.
Por eso miré a Chile con un ojo que tiembla.
Porque las recetas son las mismas:
jueces cansados, policías afinando la moral como guitarra rota, burócratas que creen administrar un laboratorio llamado país.
Gente fina.
Tan fina que si el pueblo huele a pueblo, les da alergia.
Oficinas brillantes, currículums kilométricos, vocación pública microscópica.
Fondos rotativos, becas circulares, embajadas sin territorio,
y una farándula de influencers, actores menores y moral descartable
haciendo de coro griego en versión cabaret.
Frente a eso, votar no era un gesto épico.
Era instinto de sobrevivencia.
Era agarrarse del último poste antes del barranco.
Pero lo que vino después —el reproche moral al pueblo— confirmó todo.
No entendieron nada.
O peor: sí entendieron, y eligieron la comodidad.
Es brutal que un pinochetista vuelva a ganar espacio.
Pero más brutal es que quienes se dicen sus antípodas hayan trabajado durante décadas para que eso ocurra.
No por traición.
Por algo peor: por adaptación.
Y aquí el problema ya no es solo Chile.
Lo que avanza no es una candidatura:
es un clima.
Una estación.
Un invierno.
Y los inviernos ideológicos, cuando se naturalizan, no respetan fronteras.
Por eso hoy no basta con indignarse, ni con corregir el tono, ni con hacer autocríticas de salón.
Lo que se necesita es algo más incómodo y más grande:
una desnazificación real, profunda, internacional.
No solo de los partidos abiertamente autoritarios,
sino también de las democracias que los incuban, los normalizan y luego se lavan las manos.
Mirar esto con altura de miras no es moderarse.
Es entender que el fascismo contemporáneo no se combate con hashtags ni con superioridad moral,
sino desmontando las estructuras que lo vuelven deseable.
Hablar desde aquí —entre orillas, entre continentes— no es distancia:
es perspectiva.
Y decirlo como chileno, como latinoamericano, no es identidad:
es responsabilidad histórica.
Porque cuando el desprecio se vuelve pedagogía,
el autoritarismo deja de ser anomalía
y pasa a ser consecuencia.
Y entonces, ya no queda teatro.
Solo memoria.
Y la obligación de no repetir el guion.
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Alfonso Ossandón Antiquera Asís Italia / para © Diario La Humanidad / Uruguay
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Imagen: Getty Images
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